Presentación:

Este texto tuvo un amplio recorrido, lo escribí con motivo de la presentación del proyecto de creación del Centro de Orientación Convivir, aprobado y financiado por el convenio marco de la Comisión de Comunidades Europeas, SOS Drogue international- Paris-Francia para su creación y desarrollo en Buenos Aires (1988). Ese mismo año se incluye como uno de los capítulos de mi libro “El problema de la drogadicción” de editorial Paidós. En 1990 una parte del mismo sale publicado en la revista “Contribuciones”, Estudios interdisciplinarios sobre desarrollo y cooperación internacional. En 1992 se incluye como capitulo introductorio a mi tesis de doctorado, “El concepto de orientación en las adicciones. Relatos de la práctica”. Hoy con algunas correcciones constituye el capítulo primero del libro “Toxicomanías: Las metáforas de la (a) dicción del Otro”, de próxima publicación. Como se verá no ha sido poco su recorrido, y a pesar de su inactualidad quiero compartir con ustedes en este blog algunas de aquellas primeras ideas que acompañaron mi quehacer desde los comienzos de los años 80 hasta hoy a modo de un testimonio, relato de mi práctica de aquellos años, le quedara a ustedes como lectores y especialmente para aquellos interesados en este campo, juzgar su vigencia.

 

RELATO

 

PRIMERA PARTE:

 

He dado prioridad a la presentación de este texto tal y como este se desprende de mi práctica, en un intento de reubicación conceptual del problema de la clínica con toxicómanos, en el marco de un desarrollo de ideas basadas en el recorrido testimonial de una experiencia tendiente a interrogar sus fundamentos en el curso de una investigación aplicada en este campo.

 

Esta experiencia me permitió comprobar que un alto porcentaje de los pedidos de consulta que llegaban a los centros de atención especializados en la asistencia de toxicómanos provenían en su gran mayoría de los familiares o allegados de aquellos designados como “pacientes adictos”.

Sobre los pedidos de consultas efectuados, un alto porcentaje, respondía a un reclamo de “orientación” por parte de la familia. Buscaban ser asesorados en la posibilidad de acercar al usuario a la consulta dado que en todos estos casos se presentaba la resistencia del mismo como un obstáculo insalvable.

La familia esperaba del profesional una respuesta concreta a esta  situación, en el sentido, de arbitrar los medios para inducir al usuario a la cura.

La respuesta acostumbrada en estos casos, no implicaba sino un ligero paliativo de la crisis, bajo la forma de conducir a la familia a la comprensión, y aceptación de los hechos, y muchas veces resignarse a una pasiva espera frente a un posible cambio de actitud del “enfermo”; en todos los casos no consciente de su enfermedad y por lo tanto no motivado para llevar a cabo, un pedido de ayuda, y como consecuencia de ello,  la consulta. Se concluía: “nada podemos hacer  si no hay una disposición voluntaria del paciente a tratar el problema”.

Las respuestas no eran sino “soluciones de compromiso” formales a través de algún consejo improvisado de muy poco alcance para el interés de la familia, y que dejaba indicado los límites del sistema  institucional  para tratar esa demanda, tal y como esta se formulaba.

Una respuesta en el plano manifiesto de esta iba necesariamente a confrontar al profesional, con la salida obligada, en estos casos, de justificar los límites reales de su práctica: “si el paciente no está dispuesto a consultar poco podemos hacer en estos casos…”.

Había podido observar que la mayoría de los profesionales jóvenes y con poca experiencia preferían evitar estas consultas, pero no era menos atendible a la observación el comprobar que los de mayor experiencia dejaban esa tarea en manos de los más inexpertos, por razones no del todo justificadas profesionalmente. En definitiva este tipo de consultas parecían relegadas a un lugar secundario y marginal dentro del sistema, a una función cuasi administrativa, que cualquier profesional podría realizar en algunos minutos o a través de una  breve entrevista de corte bastante informal.

Por estas razones y otras que veremos más adelante, supuse que este lugar tan poco jerarquizado de la consulta, la “orientación” – así habíamos coincidido en llamarlo, dentro de un programa ambulatorio de atención de pacientes toxicómanos – lejos de situarse en la periferia en los márgenes de nuestra experiencia, a mi juicio estaba llamada aquí a una cuestión mucho más central.

Habría podido observar en los usuarios que llegaban a la consulta que su condición de “voluntariedad” era engañosa y que en la mayoría de los casos no traían un pedido claro de consulta, más aun que esto, parecían sostener una demanda que no les era propia. En otros casos la presencia de la familia confrontaba al  “supuesto paciente” con una realidad que le era ajena, con un padecimiento que no terminaba de reconocer en sí mismo, con una voluntad forzada por efecto de la angustia, el deseo o la desesperación y exigencia de sus padres, hermanos, hijos, tutores responsables o allegados, según sea el caso, que nominaban ese lugar, el del toxicómano, como un lugar de impotencia, incertidumbre y  desesperanza.

No faltaba aquel familiar o allegado que en el anonadamiento frente a una realidad que no terminaba de comprender, tomaba la palabra confrontando el “negativismo” de un  hijo, en otros casos, de un hermano o un esposo, para decirnos: “ya no podemos más, queremos saber qué es lo que estamos en condiciones de hacer por él, como manejarnos y qué es lo que usted puede hacer por él y por nosotros”. El  toxicómano permanece refugiado en su silencio, inmutable, sólo se limita a decir que consume drogas cuando lo desea, y que estas no son motivo de angustia,  ni representan un problema para él.

Esta ligera descripción de como habitualmente se presentan algunos de nuestros “pacientes”, llamados toxicómanos, traídos por sus familiares a la consulta me permitió introducir algunas observaciones preliminares.

La primera de ellas me conducía a pensar que tanto en las consultas sin la presencia del usuario, como en aquellas en que este se presentaba “acompañando” a su familia, se observaban caracteres comunes en la modalidad  de la demanda.

Cabría interrogarnos qué circunstancia justificaba su presencia, o bien en su defecto, cuál era la causa de tan inescrupulosa resistencia a ser asistidos, de encontrar una ayuda.

El “paciente” llegaba a la consulta en compañía de su familia y con una posición similar a la antes mencionada después de un prolongado tiempo en que este se habría negado a la solicitud de sus padres, sosteniendo su “resistencia” a cualquier tipo de tratamiento. Tal circunstancia se justificaba por alguna situación límite que afectaba los intereses del lazo del toxicómano con su entorno familiar, jurídico o social, con la fragilidad de su cuerpo, cuando no, las consecuencias de una sobredosis, el agravamiento de la salud, especialmente en usuarios crónicos, o muchas veces por recién iniciados.

La introducción de esta nueva situación se manifestaba como un acontecimiento, una contingencia traumática capaz de promover una ruptura, un cierto desequilibrio, una discontinuidad  en  lo que sostenía hasta el momento el estilo de los lazos del toxicómano con su cuerpo, con sus  familiares y allegados o   con los intereses vinculados  a  su entorno educativo, laboral, jurídico o  social, según sea el caso. Esta “contingencia” aparecía como un factor causal o determinante que movía al usuario a acompañar a sus padres a  la  situación de consulta.

La segunda observación, me conducía a pensar que la “adicción” del paciente no se manifestaba tanto como un “síntoma”, en el sentido clásico, Freudiano del término,  con los “padecimientos”  que otros pacientes nos tenían más acostumbrados, sino que su “practica toxicómana, constituía “un acto”, que operaba como el “acta de nacimiento” de una “ruptura”, que  afirmaba su dependencia de la droga, tanto como de su entorno familiar, institucional y/o social, y paradójicamente  operaba  a su vez como  un “llamado”, puente sobre el  mundo de los “otros” para quienes no sería sin consecuencias. De esa “ruptura” el toxicómano siempre dejaba ahí su indeleble huella, en la epidermis del  “Otro social”

En la mayoría de los casos y particularmente en los pedidos de consultas sostenidos por la familia, el paciente parecía mostrarse indiferente y ajeno tanto a los padecimientos de la misma como a los suyos propios

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La “droga” no constituía en modo alguno un “objeto extraño” a su existencia, muy por el contrario, parecía darle forma, “cuerpo” a su propio mundo, un modo de estar vivo, de penetrar en la geografía  de sus objetos, de relacionarse con sus semejantes, de encontrar en la droga, un producto de prioridad que mudaba el tiempo del deseo en  perentoria necesidad; y por sobre todo una causa: la más justificada razón de su existir.

Nuestro paciente sólo daba muestras de ciertos efectos indeseables que lo perturbaban, que afectaban su relación con la familia, con su entorno, con la legalidad de un mundo al cual se veía obligado a sobreadaptarse, con un cuerpo que muchas veces sobrellevaba, en los casos más extremos, como un resto, ajeno, casi escatológico, extraño, cada vez más emancipado de su ser.

Si bien el paciente asumía su malestar, este no estaba afectado, sino por las consecuencias que debía sobrellevar por el consumo de  drogas; dicho de otra manera, sólo se presentaba y parecía demandarnos algo relacionado con sus síntomas secundarios, con los costos asociados a su  práctica, con las consecuencias de sus hábitos, de sus excesos, de esa agonizante y eterna “monotonía”, retorno permanente  de lo igual.

Muy poco parecía interrogase o  enigmatizar el alcance de  su acto,  nada lo confrontaba con la búsqueda de “un porqué” o un  “para que”, de que  podría haber habido  alguna otra razón que lo que argumentaba como motivo del consumo, lejos de ello, no era sino, la convicción, la certeza de haber encontrado un objeto de goce y el camino para evitar mayores sufrimientos, que aquellos que le podría deparar su destino como toxicómano,  en ello había  una decisión. Solo nos quedaba preguntarnos, qué lo habría conducido a esta “elección”, a una práctica,  tan obsesa, como  inevitable su “repetición”.

Su experiencia toxicómana, lejos de todo autocuestionamiento, constituía una firme certeza,, una verdad tan incuestionable,  como  “indecidible” para el sujeto, que muchas veces “orgullosamente” ostentaba y defendía, a pesar de la conciencia sobre las consecuencias que esta podía llegar a tener sobre su salud, sobre su vida y la de su familia.

Había podido observar que “el paciente” por lo menos en apariencia, no solo no  parecía “sufrir” las consecuencias de su adicción, sino que más aun,  no parecía soportar ningún síntoma, salvo los efectos no deseados que se desprendían de lo imprevisible del destino de  sus actos.

Era su familia, en todos los casos, quién se veía obligada a sobrellevar las consecuencias, ligadas a la presencia de ese “producto”, la droga, que había irrumpido en la vida familiar, al modo de un acontecimiento traumático, imprevisible  y sin un sentido para ellos,  que parecía condenarlos a soportarlo todo, impedidos de controlar su dominio. “Objetos” de su tiranía, le asignaban curiosamente a ese significante en su discurso, el estatuto de un “sujeto” activo, capaz de gobernar sus vidas, y la de sus hijos.

Localizaban en nuestro paciente, y en relación a la “enfermedad” – el “uso, abuso o dependencia” de drogas –  la principal causa de sus  frustraciones e impotencias, las que no estaban exceptuadas de interrogantes, de preguntas sin respuestas, en muchos casos los confrontaba consigo mismos, con su propia concepción de la vida, con sus desaciertos, con el lugar que les habría sido dado a ocupar como padres de un hijo toxicómano.

Los hechos parecían demostrar que si algo ahí se presentaba más próximo a la idea de  un “síntoma”, no eran sino los efectos, las consecuencias del acto toxicómano enlazado a los padecimientos, e  interrogantes de la familia: quienes habían sido conducidos a solicitar algo de nosotros,  quienes parecían sostener la demanda de ser escuchados, de una palabra, de “un saber”, reparador de sus angustias, cuya causa era referida a la adicción  de sus hijos. La egosintonía toxicómana sintonizaba  muy bien con la angustia, el deseo y la impotencia de ese otro.

¿Qué es lo que imposibilitaba a ese joven introducir su demanda, si la hubiera, a través de una vía distinta de la actuación tóxica? ¿Por qué esta estaría mediada por un tercero? ¿Qué es lo que le estaba impedido o hacia obstáculo en el nivel de la palabra, del lenguaje, para denunciar algo que irrumpía en su dolorosa experiencia, en el plano de su subjetividad,  como “un imposible  de decir”?.

Existen teorías tendientes a dar cuenta de estas cuestiones a través de una definición, de la “caracterización” de una cierta tipología, de un cierto “perfil” o estructura, por lo menos referidas al usuario “inepto”, que justificaban estos rasgos, tan sobresalientes, tan patognomónicos de la llamada “personalidad del toxicómano”, anclando, como determinación, como lugar de la causa, “sus raíces en un pasado mítico de la historia del sujeto”.

Decidí abandonar estos preconceptos de la teoría, tan vigentes para la época, en la medida en que parecían inmovilizar, y obstaculizar la comprensión de una compleja gama de relaciones de estructura, de especial interés para los destinos de la cura.

La primera cuestión era, por qué la droga había sido “objeto” de elección, ajeno a todo “determinismo”, concepto al cual nos tenía acostumbrados la teoría Freudiana del “síntoma”. Un “objeto”, asociado a una práctica capaz de mediar en la comunicación de un mensaje, cuya fuente de enunciación y sentido ignorábamos y que solo podíamos conjeturar.  La experiencia nos permitió demostrar que, su elección de objeto, la del toxicómano, siempre estaba atada a lo contingente, a lo imprevisible, a aquello que en modo alguno podíamos prevenir.

No agotaremos en este pasaje el análisis de esta pregunta, pero sí repararemos en una resultante: este “objeto” de filiación del toxicómano, la droga,  se mostraba eficaz, para señalar, para dejarnos indicado, que algo ahí, en la relación  del sujeto con el mundo, se mostraba inconsistente, representado en la figura de ese “otro” próximo, encarnado por un padre, o en su defecto cualquier allegado, que no parecía poder entender , las acuciantes necesidades que ocultaba su demanda.

La demanda  de padres y familiares que nos consultaban, no era sino “efecto”, consecuencia, de lo que este “acto” denunciaba y ponía al descubierto, de algo que los confrontaba, con una historia velada por aquellos “pasajes oscuros” de la vida familiar, de hijos no deseados, de embarazos interrumpidos, de conflictos entre generaciones. Esta demanda del toxicómano, mediada por sus padres, se podría traducir como el resultado de un “derrumbe”,  una descreencia del mundo, la  apelación al encuentro con alguna verdad, con una palabra a la que  pudiera reconocerle alcance, sentido y por sobre todo que le garantice  legitimidad.

Había podido observar también que estos pacientes recurrían a las drogas como un  mecanismo  para dar respuesta a su desconcierto a través de una tentativa de emancipación de  un sistema de pautas y valores representados por un contexto tanto social como  familiar.

La toxicomanía se presentaba y se representaba, como una  fuga, un “corte”, como evasión de una realidad que se les tornaba intolerable, la “indiferencia” como respuesta a todo aquello que lo encadenaba a las ficciones de su entorno, y finalmente la desconexión como una forma de ruptura y a su vez de poder, de ejercicio de un dominio que le permitía situarse en un “lugar  imposible” a ser controlado o dominado por el Otro. La toxicomanía, como “ruptura” y  paradójicamente como “puente”, que arrojaba su denuncia como demanda, irrumpiendo como  paradigmático testigo de un acontecimiento  sobre el escenario  del mundo del Otro.

Estas formas no sólo constituían, su “resistencia”  en la relación con el lugar de la alteridad, sino su principal avanzada, sus “fuerzas de asalto”  sobre un mundo del cual solo en apariencia había decidido exiliarse, del universo del deseo y la perdida, del tener y no tener, del ser o no ser toxicómano.

El “Otro encarnado”, en la figura de ese “pequeño padre” o cualquiera de sus metáforas en el escenario del mundo, aparecía como su principal destinatario y “la droga” esa producción, ese significante, que se construye como discurso  fantasmatico de lo “horroroso”, lo que está más allá del común de las cosas, en apariencia de lo ordinario, es el objeto más eficaz, para sostener todo el alcance  e impacto del venablo de  su acto.

Es lo “inaudito” del acto toxicómano, lo que el Otro no quiere ni puede escuchar, solo por intermedio de constituirse, el toxicómano, en “causa” de la angustia y el deseo de ese otro, le es dado por esta vía alcanzarlo, y poner al descubierto sus “inconsistencias”, como metáforas vivas de   “figuras desvalorizadas de padres impotentes”.

El paciente ejercía una suerte de dominio sobre la escena familiar y esclavizaba a los otros a la tesitura de sus actos. Los desafiaba,  permanentemente con la imposibilidad de contener sus actuaciones y  poner límite a la presencia de ese significante que lo nombra y justifica, “la droga”, al mismo tiempo que los confrontaba, y se confrontaba con la búsqueda de  un  límite, que siempre era el  de un  otro, interpelado, desquiziado  por la demanda en acto del sujeto. El desafío, la transgresión, y la renegación, constituían su modo de estar en el mundo y relacionarse con el Otro.

Cuando los padres no se culpabilizaban por los propios errores en la crianza, la educación o la convivencia con sus hijos, siempre había algún argumento, tendiente a la justificación de sus actos: “la historia”, “la enfermedad de la adicción”, “la droga”, una causa siempre ajena, exterior, distante y exiliada de sí mismos. El toxicómano no había “enfermado” sino de  negación e  impunidad,  pero nunca de indiferencia sobre su acto.

Pude observar que la familia del toxicómano establecía un fuerte lazo de dependencia con el mismo, sometiéndose a la arbitraria “legalidad”  que sus actos parecían imponer. Tales actuaciones, dominaban la escena donde los fantasmas del abandono del hogar, las malas juntas, la represión policial, la escalada en su carrera adictiva, o delictiva, o el miedo a la sobredosis letal, daban forma a temores tan imaginarios como reales, no ajenos ni exentos de los deseos  reprimidos de los padres sobre una situación que los confrontaba a diario con la dificultad de dar respuesta a estos hechos que los atormentaban y sumían en la impotencia, la desesperanza y la desestima de sus hijos.

En los casos de padres de púberes o adolescentes, se hace evidente que cuando estos traen su queja, a propósito de que ese hijo “hace lo que quiere con su vida y la de los otros”, de que no es posible frenar esa “practica mortífera”, y espera de nosotros una solución, como terapeutas, a la condición toxicómana de su hijo, en estos casos no podemos menos que advertirle que es curioso y no menos contradictorio, el observar que un joven, pongamos para el caso, que no cuenta con ningún medio autónomo para sostenerse a sí mismo y que en todo depende de su padre, tenga tanto poder como para condenarse al ostracismo, o condenarlo a una condición de padre débil e impotente. ¿Qué le estaría impedido a éste, se autorice a poner límite a la impronta de ese goce, y el acto del cual es objeto, cuando se hacía evidente que el joven en todo dependía de él? ¿Qué es lo que hacía que este se vea obligado a “cargar” sobre sus espaldas con las consecuencias de aquello que  aquel, como se suele decir,  no  terminaba de “hacerse cargo”, renegando de toda responsabilidad sobre su acto? ¿Por qué evitaría el peso y las consecuencias de ese acontecimiento sobre la propia vida y la de sus hijos? ¿Qué le conducía a protegerlos en el marco de tan injustificada impunidad? ¿Cuál era la lógica de que esa “demanda insatisfecha” a propósito de las actuaciones de sus hijos, pueda gozar de ser insatisfecha”, victimizándose como padre de su propia insatisfacción e impotencia,  poniendo al toxicómano en posición  “de ser sin límites,  siempre capaz de más”? ¿Dónde podía radicar el “poder  toxicómano”    sino como contracara de la impotencia del padre, en su debilidad, en su declinación, en su perdición? Perdición que no era sino una “perversión”, una “versión pervertida”  de sí mismo frente a ese “lugar de lo imposible”, que todo toxicómano, encarna. ¿No es la pregunta “radical” del toxicómano, y en ello va “el padre como objeto de su goce”, saber cómo este se enfrenta, se las arregla, con  “lo imposible”, lugar en el cual el sujeto en su condición toxicómana se representa para el Otro? Habíamos podido corroborar que más allá de las bondades propias de la “elación tóxica”, de su producto y de su rasgo identitario, en ello radicaba la esencia del goce toxicómano.

Ese lugar de “lo imposible”, ese imposible de comprender, de dominar, de cuidar, de amar, de curar, de simbolizar su mensaje, es lo que desnuda la impotencia del padre.

Se hacía evidente por el estilo de la demanda toxicómana, que ese joven necesitaba de ese padre y  estábamos aún muy lejos de ello. Si en algo podíamos ayudarlo es a comprender, como padre real, esta fragante contradicción que lo conducía a un despropósito: no poder ejercer “poder” sobre aquel que dependía enteramente de él y que a pesar de ello, el toxicómano  lo seguía reclamando.

No  estábamos como terapeutas o analistas para ser “padres” de sus hijos, no estábamos a tal punto “pervertidos” en nuestra práctica, pero era eso lo que se esperaba de nosotros; que “cargáramos”, como lo habían hecho con sus hijos, con aquello que ellos no podían, a esta altura, comprender ni “hacerse cargo” como padres. Esas “transferencias” acompañaban muchas veces el pedido de un tratamiento, dirigido al terapeuta o a  la institución como “depositarios” finales de lo que sus hijos representaban para ellos.

Debíamos ayudarles a comprender que no hay “un padre universal”, ni ideal, al cual ellos puedan recurrir como modelo, el toxicómano ya se había encargado de desmentirlo; y si lo hay, lo hay en particular: es ese padre y solo “ese padre”, que ellos puedan ser, esa particularidad de existencia paterna que ellos debían poner al descubierto en una nueva relación con sus hijos. En eso podíamos conducirnos en su ayuda.

Que si ellos nos “suponían un saber” sobre sus hijos, ellos, sus hijos, lo desuponian, y quizás en eso tengan algo de razón, lo que no deben desuponer, es el saber sobre la existencia de ese  padre real. Esta “desuposición” se convertiría en una “desposeción” en cuanto a su lugar.

Debían suponerle, ellos también a sus hijos, un saber, si se quiere, sobre el goce, pero como padecimiento, en la esperanza que los apartara de toda dependencia de su objeto. Un modo de lanzarse a la búsqueda de un límite, de un segundo corte, porque para el toxicómano el límite, sus propios límites, siempre son los límites del Otro, el único capaz de poner al descubierto su falta, y como consecuencia debilitar y hacer declinar toda la potencia denunciante de  su acto, que es también un acto de fe, de esperanza sobre la existencia del Otro

Esta clínica, por la vía de la demanda y la angustia del Otro, no es sino una clínica que no habría de ser sin consecuencias para la posición del sujeto, en su condición toxicómana, y los destinos de la identificación.  El “sujeto” de esa operación no era sino “el deseo del padre” que en un franco reconocimiento de las fronteras de su ser y de sus propios límites, era capaz de descubrirse como sujeto burlado, gozado y sujetado a la condición toxicómana. Renegando de este lugar, introducía, por el sesgo de su acto toda la dimensión de su presencia. La toxicomanía no era tanto lo que nombraba “la patología del acto” de sus hijos, como el acto que ponía al descubierto el “phatos paterno” y su inevitable declinación.

Cuando el ideal último es “la satisfacción por la satisfacción misma”, esto denuncia  un cierto decaimiento del ser, que va mucho más allá de cualquier división subjetiva, es la dimensión del “sentido del ser”. Es por identificación con ese “significante soporte”, que soporta y lo soporta hasta lo insoportable, y que siempre proviene del Otro, es lo que se nombra la “droga” y sus efectos de discurso, donde el toxicómano opera su cierre, que esta vez no hace solo a la problemática de la complejidad del deseo y la vida sexual , sino fundamentalmente una tentativa incompleta de solución como respuesta a las inconsistencias del mundo de los Otros, el decaimiento de un ideal y la obsolescencia del  discurso que lo sostiene.

Ahí donde nada puede faltar, y todo está permitido, donde ya  nada es reprimido, sustituido o sublimado, el objeto en el reino de la necesidad esta llamado tanto a su función replicante de goce, como a la búsqueda de la dimensión del Otro para la recuperación del deseo, en tanto tiempo y posibilidad y su sentido de ser en el mundo.

Ese “artificio” de amor y esperanza que es la “transferencia” en la teoría psicoanalítica nos permitía establecer un fuerte lazo con los padres quienes nos suponían un saber, tanto como un saber hacer, sobre el destino propio y de sus hijos. El “amor” bajo transferencia de los padres  asociado a la esperanza y a la convicción de que podían encontrar una ayuda, convivía muchas veces con el rechazo, el “odio” toxicómano, esa otra cara del amor, y la desesperanza de quien como “saber” lo desuponia: y que en esencia definía  el carácter “patognomónico” de la relación del toxicómano con el Otro, de quien nada o muy poco suponía podía esperar.

Era por la vía de la demanda de un otro, de ese pedido de ayuda desesperado, que debíamos alcanzarlo. Mudar el odio en amor, la desesperanza en espera, para suponernos “un saber” sobre su goce, su otra cara del padecimiento, un escenario diferente, al que le había introducido su condición toxicómana.

Cuando insistimos en la idea de ese padre real que va de lo singular de su condición, de su dolor de padre a “lo posible”, ese capaz de recuperar, con legitimidad su poder, y su capacidad de gozo como padre, en relación a ese “ser”  capaz de romper con sus ataduras y dependencias,  se habrían creado las condiciones para que el toxicómano pudiera advertir, y con los efectos de una profunda resonancia, que dejaba ahí la marca de que “alguien ahí” había podido escuchar “otra cosa”, de lo que siempre se suponía esperar.

Ya no era el efecto de un remanido discurso sobre las drogas y su toxicómano, lo que había cambiado la vida de sus padres, en la mirada que ellos esta vez tenían sobre las actuaciones de sus hijos. El toxicómano empezaba a entender que podía esperar algo de nosotros, en esa paciente espera; que ya no era objeto de ninguna encubierta demanda, sobre la necesidad obligada de un tratamiento, sino la oportunidad, esta vez, de “ hacer una nueva elección de objeto”, desde una posición, si bien desesperante, no menos asintomática, pero más autárquica en cuanto a su deseo. Era bajo los efectos de la transferencia de sus padres con nuestra propuesta, y el lugar que nos fue dado ocupar, que sus hijos podían esperar algo de nosotros y por supuesto, no menos, nosotros de la figura de estos hijos.

Ya no se trataba de “una clínica desde el psicoanálisis”, para comprender y concluir sobre esa demanda y lo que esta venía a poner al descubierto, sino “un psicoanálisis desde la clínica”, fundado en la experiencia, un dejarse enseñar por la práctica, una “metaclinica”, un más allá de sus dispositivos y convenciones, una necesaria revisión sobre los marcos conceptuales pero fundamentalmente metodológicos de nuestra práctica. Por alguna vía estábamos conducidos, como había ocurrido con sus padres y la paternidad, a ser el analista que podíamos ser, no había  lugar, en aquellos años,( finales de la dictadura y principio de la democracia), ni representación, en que referenciarse,  para un psicoanálisis totalmente ajeno y exiliado de este campo por los mismos psicoanalistas, que lo que quedaba ahí como  transferencia  del recorrido de una práctica, cuyo quehacer era acompañado por su permanente testimonio, en la forma del relato o el ensayo.

Toda toxicomanía estaba subordinada a otra dependencia, una dependencia secundaria y necesaria, suplementaria  a la condición toxicómana. No sabíamos muy bien si su “elección” por las drogas, no era un modo de desvinculación, de ruptura de un lazo,  una esquizia  con otras dependencias de mayores consecuencias, quizás más “toxicas”, que las que podíamos suponer para la vida del sujeto en su práctica exógama. O bien, por el contrario, una relación necesaria, una dependencia obligada, una fuerte vocación endógama y adictógena con su entorno, para poder sostener su práctica, aquella que exiliada del mundo de los otros, y encallada en su aislamiento, podía  sostener su destino como toxicómano.

De todos modos, sea como fuere, esta dependencia, que lo  subordinaba al otro, supervivencia necesaria de su práctica toxicómana,  había hecho síntoma de su acto, en   una estructura de discurso cuyo  sujeto, llamábamos, “de la adicción”, soporte y sostén de la vida toxicómana. En este sentido se habría una puerta para un segamiento que no sería sin consecuencias para nuestro futuro  paciente, para su grupo familiar, o  quien ahí lo referenciara, para los inicios de esa cura.

Ese “sujeto de la adicción”, sujeto soporte de la representación, de esa práctica y  su acto, capaz de soportarlo todo, hasta lo insoportable, era aquel con  quien nuestro toxicómano mantenía su mayor dependencia tanto en el plano de los afectos, como en función de la satisfacción de  su más elementales necesidades, y como tal quien ostentaba un poder real, aunque así no lo ejercía,  sobre los destinos del sujeto. Si nuestro toxicómano por alguna vía apelaba a esta dependencia, como auxilio, como llamado a la  presencia de un otro, capaz de acotar el padecimiento de su goce, no era sino porque reconocía en él la  capacidad para liberarlo de sus ataduras, de una suerte de  “cárcel del ser”, lugar que muy bien identificaba, y a su vez desestimaba por su condición de toxicómano.  Es este sujeto que  nominamos “de la adicción”, el que estaba llamado a sostener, no solo su práctica consumista, sino, su demanda, la que era  movida por sus propias angustias y las actuaciones de su toxicómano, como llamado.

El acto toxico, que siempre tenía la forma de “lo mostrativo”  no operaba sino como “llamado”, segamiento y fuente de interpretación de toda  sujeción dependencia  o  extravío del Otro. Este “sujeto de la adicción” sujetado por sus propias dependencias  y las de su toxicómano, no era sino semblante y escenario de poder, por la sola razón de que en su “especular dependencia” del sujeto, era el único capaz de denunciar, y poner en acto su “falta”, la otra cara del poder toxicómano, las miserias de su existencia,  alienada en la dependencia, la   condena, declinación y  decadencia  del mundo del Otro, en su más radical sentido.

El toxicómano no solo se “sostenía”,  en su goce toxico,  en sus rasgos identitarios, o en su acto como modo de estar en el mundo, sino en “esa otra  dependencia”  ajena a  la de  su objeto, de  la cual también era “su producto”. Si algo podíamos concluir es que en nuestra experiencia, no hay toxicómano aislado, el ostracismo autista no es más que un semblante que resguarda su práctica autoerotica paradójicamente como llamado al Otro.

La angustia del padre, y sus “metáforas”, no era sino el costado débil, y subrayo, por todo lo anterior, en apariencia, donde el usuario recreaba mediado por la presencia de ese “objeto”, su práctica, su acto, y  todo su poder, con aquellos mismos recursos, que habían acompañado los más duros momentos de su historia familiar: el “autoritarismo”, devenido en violencia, como fuente de poder independizado de todo concepto y reconocimiento de autoridad. La falta de amor devenida en indiferencia, muchas veces  velada por conductas y sentimientos reactivos. La “sexualización” (seducción) de los vínculos más primarios, el rechazo afectivo o el abandono real, convivían con la mentira, la transgresión, el engaño o la fabulación de encuentros que no hacían más que caricaturizar una constante de la historia familiar, siendo como padres  burlados,  “objetos” de su demanda, de goce y reparación.

La tiranía de sus vínculos para con  otros miembros de la familia, el aparente desamor hacia sus padres, que siempre denunciaba una queja, la desexualización como relación sublimatoria con “el objeto” como significante de un nuevo estilo de vida, en rechazo de toda otra jerarquización, y pluralidad de elección sexual, el goce autoerotico, el ostracismo autista,  convivían con la indiferencia afectiva y el abandono real. La mentira y el engaño, la mostración como lenguaje y el ocultamiento no eran sino rasgos patognomónicos de su ser.

Nuestro toxicómano no era más que un reflejo vívido y encarnado de los efectos de su entorno y que a merced de su “objeto”, la droga, y su práctica, la toxicomanía, encontraba, por mediación de lo que esta venía aquí a representar, como significante del Otro, el “don” de una identidad,  ostentadora de un supuesto “poder real” sobre las dependencias del otro, que no hacía más que enmascarar toda su  impotencia de ser.

Había podido observar la relación de dominio que el toxicómano ejercía sobre su entorno y la dependencia que el grupo familiar establecía con el mismo. Los padres  aparecían impedidos, en algunos casos sometidos, y siempre temerosos por la consecuencia de sus actos, o los efectos de cualquier decisión, como responsabilidad de los mismos, en relación a la suerte de sus hijos. Algo debían hacer, pero no advertían finalmente de que se trataba. Podían escucharlos pero desafortunadamente no los comprendían,  y lo que comprendían era demasiado precipitado para ellos, en cuanto a lo que podían cambiar frente a  las actuaciones de sus hijos. El toxicómano no habría hecho tanto de sí mismo como del otro el verdadero esclavo de su falta.

¿Cuál era el alcance de ese “poder” del toxicómano, sobre las “dependencias del otro”, al punto de conducir a tales consecuencias? Cuando algunos de los familiares o allegados al toxicómano, se preguntaba a propósito de alguna causa que justificara lo inútil de esa experiencia que conducía al paciente a su  autodestrucción, no dejaba de reconocerles, si  solo  de la “elación toxica”   se trataba, su  “inutilidad”; aunque siempre podía reportarle beneficios a su condición sexuada, lo que Lacan llamó  “el goce del idiota”, en referencia a la práctica onanista, bien podrimos nosotros parafrasearlo en cuanto a la cuestión toxicómana

Pero ese “objeto” ,la droga, como “significante del Otro”, revestía, un poder real , para quién se propusiera como su aliado, una suerte de “filiación”, de “sociedad” que reportaba grandes “utilidades” sin evadir  los “impuestos”, que siempre debían pagar tanto  nuestro toxicómano, como quien quisiera beneficiarse de ello. Esta no es la fase del goce  “idiota”, sino la de la “canalla” toxicómana, para quien se precie o  desprecie por ello.

De lo que se trataba en principio era de comprender que ese “objeto”, ese significante de la producción del toxicómano, era” útil” para algo, y desde luego, había siempre alguna buena razón para ello, al servicio de su toxicomanía y de los desvelos de “la adicción del  otro”, como partenaire.

Una cierta toma de conciencia del problema en intención,  apoyada en la aceptación de la “enfermedad”, y como consecuencia  su  motivación para un pedido de ayuda,  se constituía apelando a la necesidad de un tratamiento de orden médico o socioterapico más algún tipo de intervención psicológica  sobre la necesidad de una mayor “comunicación”, que coadyuve a la comprensión y entendimiento del problema por parte de familiares y  allegados. Este era el modelo a que nos tenían acostumbrados las instituciones de la época, dentro de un perfil socioterápico sanitarista.

Este planteo tan simplificado en su formulación me parecía difícil de sostener si reparábamos en sus resultados. Engañoso en principio, porque el “orden médico” muy poco podía hacer de ese fenómeno de palabras (o mejor de  sin palabras) en el escenario de la “adicción del sujeto” tal como lo hemos presentado, más allá de su pertinencia clínico- toxicológica.  Las intervenciones en el plano psicoterápico individual, de abordaje grupal o de  “comunidad terapéutica” dejaban mucho que desear frente a las resistencias del atribulado paciente; y seguidamente porque la llamada “necesidad de comunicación”, de “diálogo”, aparecía afectada de un cierto “voluntarismo” que tarde o temprano terminaría frustrando esas buenas intenciones. La llamada “comunicación familiar”, “el diálogo entre padres e hijos”, no significaba “un punto de partida” sino algo a ser alcanzado, un difícil punto de llegada, “ajeno, a mi juicio, a todo ejercicio, practica o entrenamiento para  la comunicación o el trabajo psicoterapéutico sobre los vínculos.

“Un punto de encuentro” por un camino diferente, esto es lo que nos proponíamos, en el marco de  una experiencia, con un referente propio: el psicoanálisis.

El “voluntarismo” que animaba la necesidad de dialogo y comprensión entre padres e hijos y la supuesta “comunicación” no era suficiente para ejercer algún dominio, control o neutralización del “objeto”, y su puesta en acto, que definiría toda una posición muy particular del toxicómano en  su relación con el Otro.

No se trataba  sino de destituir, lo instituido como el lugar y poder de la identificación y su acto, de poner en crisis, de dejar caer ese rasgo identitario del sujeto,  toda una contra institución cultural, un contra discurso ideologizado, un modo de ser, de relacionarse con el mundo de los objetos y de las personas, lugar desde el cual el usuario parecía dominar toda la escena.

No por otra causa sus padres, apelaban por ese camino a mi encuentro, como los portadores de un mensaje que curiosamente siempre encerraba una “encubierta” demanda de sus hijos desde su condición toxicómana.  Era el “otro” quien estaba llamado a pedir por él, y no era sino ese mismo  otro, como partenaire, quien  los conducía por el sesgo de su  “síntoma”, a nuestro encuentro, y crear las condiciones bajo transferencia para los destinos de esa cura.

Había podido observar la vivencia de “pérdida” que esos padres  traían a mi consulta; un “hijo se había perdido” algo lo había conducido a su perdición y a la de ellos mismos como padres, debían encausar su búsqueda, no se trataba sino de una demanda de ayuda perentoria, muchas veces desesperada, movidos en todos los casos por  urgencias que no siempre se justificaban, frente a una problemática que muchas veces llevaba años de ser replicada, negada,   resistente a concientizar y como consecuencia a  resolver.

No me propuse sino “orientarlos” en esa travesía, en conducirlos a una cita que cada uno, en la singularidad de su propia experiencia como los padres que son, propiciaría con ese hijo, una cita con ellos mismos, un encuentro con ese difícil ejercicio de ser padres, víctimas propiciatorias  de un hijo toxicómano.

Lo que impedía este “encuentro” radicaba en una tentativa de negación, esclavizados por sus propios “dictadores internos” y confrontados con la dura denuncia en acto que las actuaciones de sus hijos ponían al descubierto.      No veían en el mismo más que una caricatura hipertrofiada de sí mismos. No sintiéndose muchas veces autorizados en su palabra, la pesada carga de la culpa convivía con la negación maníaca de sus actos y  el temor por sus consecuencias.   El acto del toxicómano sostenía toda su eficacia en esta dimensión culpógena e impotentizada  del “otro”.

Un ser “extraño, diferente,  emancipado en apariencia de los frágiles ideales de su entorno no encontraba sino en su “marginalidad”, en “ese margen” propiciado por el “discurso social”, el burdo espejo, el fiel reflejo, de su impotencia de  ser  para el Otro, dentro de un universo “consumista” donde las “adicciones” ya  no eran  la excepción, sino la regla.

Supuse que se trataba ahí de una compleja estructura de discurso. Todo parecía demostrarnos que entre la posición del decir de los padres  y la de sus hijos, existía una clara identificación que bajo la forma de una especular  dependencia enajenaban a la presencia y función de ese “objeto”, “la droga y toda su polisemia significante, tanto uno como otro, su propia condición de sujeto.              Imaginaba esta “estructura”, en la cual el toxicómano sostenía su acto, dentro de un esquema lo suficientemente  mostrativo  representado en sus extremos por dos funciones: el deseo y  la angustia del Otro en oposición  y dependencia del acto toxicómano.

Imaginé que para producir un corte en ese segmento del “espejo” debería privilegiar algún lugar para su segamiento. Y este llevaba el nombre de la “angustia del partenaire”, algo ahí, y a  causa del toxicómano, había hecho síntoma de su acto en el “otro” y como tal promotor de su demanda.

Si la “toxicomanía”  no era sino el resultado de la “identificación” a un objeto, significante, que proveniente del Otro le aportaba su “nombre”, este parecía cumplir una función “soporte”, como todo significante, asociado a  la identificación. Algo así como una sólida razón “identitaria”, que ocultaba la verdadera fragilidad de su ser y que configuraba un camino posible al encuentro de alguna “otra verdad”.

¿Qué es lo que estaba impedido para esos padres, sino ese acto de “desenmascaramiento”, producto de sus propias dependencias, esas mismas que impedían poner en crisis  un acumulado “especular” de representaciones y rasgos identificatorios,  en los cuales el toxicómano no solo sostenía su acto sino todo el alcance de su poder sobre el Otro?

Empecé a entender el origen de esa imposibilidad. No había pedagogía capaz de atravesar con su acto la dimensión de este “fantasma”, no se podía pedir tanto por el sesgo de la razón. Había observado que las “resistencias” de los padres no diferían de aquellas que tanto condenaban en sus hijos.

A esa altura ya había tomado conciencia de que me había propuesto operar sobre una “epidermis” demasiado sensible, pero sabía que contaba con un aliado y que ésta era la demanda que “bajo transferencia” los conducía a mi encuentro. Solo nos restaba saber qué hacer con ello.

Advertí que responder a la demanda, obligando con algún artificio a sus hijos a un tratamiento, no era más que  aliarme con los argumentos que estos traían y en consecuencia confrontarme con el mismo fracaso. No se trataba sino de otra cosa. No había otro camino  que denunciar, que no podían esperarlo todo del “otro”, sea el terapeuta, la institución, o cualquier respuesta de orden medico; y  atravesar, los fantasmas,  que parecían sobrellevar, por la sola condición de ser padres de un hijo toxicómano.

Tomé conciencia que no era sino por esa vía, que podía “orientarlos” en su búsqueda, en el marco de  ese dispositivo, de ese espacio que habíamos creado para poder  escucharlos, desde otro lugar al que ellos estaban acostumbrados, para poder atender cualquier tipo de demanda que podían acercarnos en cuanto a las necesidades, vinculadas a sus hijos, siempre que estos se veían afectados por una dependencia.

Sabía que los reclamos de estos padres, encerraban una masiva demanda de soluciones  y respuestas  sobre la salud de sus hijos dirigidas  a quien se suponía un saber, no parecían advertidos que el sentido de esa demanda no podía tener otro destino que la frustración. Mi objetivo final era hacerles comprender, que lo que estos podían encontrar como” respuesta” no era más que una “pregunta”, esta vez dirigida a ellos mismos.

. Sólo la certeza, la entrega, la firmeza y convicción con que procuraba acompañar mis intervenciones, me permitieron atravesar las resistencias y  confrontarlos con la propia realidad de los hechos,  que acompañaban tanto padecimiento. “El sufrimiento es un hecho” nos dice Lacan en uno de sus últimos seminarios “No hay sujeto más que el de un decir”,”…no hay “hecho” más que cuando el hecho es dicho”, “…lo que del “hecho” no puede decirse, es designado siempre en el decir, por su falta y esa es la verdad.”  Un modo de desandar los caminos de la debilidad, la  impotencia y las propias “dependencias” frente a los hechos, en lo que ahí “no estaba dicho”, que sostenía su demanda. No hacía sino confrontarlos con la convicción de un saber: que el universo de preguntas que traían a mi encuentro ya tenían su respuesta en cada uno de ellos mismos. Les advertía que no se prestasen a engaño que estaban demasiado “bien orientados” en sus convicciones y que quizás esto mismo constituía el principal obstáculo, la principal resistencia al encuentro con “otra verdad”, sobre sus hijos, pero fundamentalmente sobre ellos mismos como padres, y el modo en cómo debían encarar los problemas que ahí se proponían.

Mi intención era  “desorientarlos”, abrir una pregunta, sobre muchas de sus afirmaciones, de sus  preconceptos y prejuicios, sobre el camino que habían emprendido, en sus convicciones, convencido de que el sesgo de la verdad los sorprendería en lo más íntimo de cada experiencia, de cada historia, en el acto mismo de liberación de las ataduras de la  angustia frente a lo que no podían comprender o aceptar de sí mismos. Les invitaba a un acuerdo, a un trabajo sin concesiones, quizás tan difícil como lo que ellos podían suponer habrían de emprender, esta vez,  hacia un encuentro tan deshabitado y deshabituado por sus  hijos.

Debían saberlo, si la realidad de la “asistencia” de un paciente toxicómano presentaba las dificultades que ellos intuían, que muchos conocían, frente al fracaso de anteriores tratamientos, y también  podían descubrirlo por la difícil  relación con sus hijos, no presentaba menor desafío la labor que emprendían en el encuentro con nuestra “propuesta”, con ese espacio de escucha y reflexión. Esta vez no se trataba sino de sus dependencias, sus propias “adicciones”, ese “imposible de decir” que ocultaba  sus propios miedos, aquellos que sentían en la relación con   sus hijos, y por sobre todo con las dificultades en el manejo de los propios límites. ¿No hablaban acaso del mismo modo en cómo el toxicómano en muchos casos traía su desconcierto frente a la tiranía compulsiva de esa práctica,  y de  su significante, la droga, ese objeto que no admitía sustitución, que producían, y reproducían a diario dejando ahí la impronta de la “repetición”, de un goce imposible de acotar o detener, que siempre dejaba un resto, que no cesaba de insistir, hasta cuando en ello les iba la vida, aunque nunca se alcanzaba la muerte? De eso también se trataba con ellos, pero lo que se repetía era “otra cosa”. No habían hecho del toxicómano, de ese hijo, sino la causa del dolor,  la desesperanza, la debilidad y  la impotencia de ser, lo que no advertían es hasta donde habían contribuido para ello. El toxicómano hacía de la droga su “producto”, como ellos lo hacían de sus hijos, como objetos, en su condición de toxicómanos. Complejas “producciones” que debíamos evitar se sigan  “reproduciendo”. Ora, sus padres, ora el toxicómano, debían “deproducirse”, si me permiten esta expresión,  hasta alcanzar “otra verdad”, tanto para el “sujeto de la demanda” como para su toxicómano y no menos para nosotros mismos. De esta “deproducción”, de esa “deconstrucción”, en cuanto a nuestra practica hablaremos más adelante.  Solo era necesario poder escucharlos, “ser pacientes” con nosotros mismos y sobre todo, que no nos domine  la  perentoriedad de respuesta y urgencias que siempre acompañaban sus demandas.

Pues bien, nos encontrábamos en el comienzo, habían llegado a mi encuentro y estaba dispuesto a poder  escuchar la otra cara de su demanda.        Si bien el toxicómano había resistido la consulta, ellos estaban allí y había una muy buena razón para ello, no se trataba sino de ponernos a trabajar.

Sabían que no podían eludir este compromiso, que sólo ellos podían enfrentar la realidad de los hechos, pero no solos, que esta travesía que emprendíamos bajo la denominación de “un proceso de orientación a padres y allegados al toxicómano” quizás podía conducirlos a un “encuentro”.

La experiencia demostró que muchos jóvenes, cuyos padres habían  transitado este “proceso”, llegaban a la consulta presentando una más clara disposición al tratamiento, si se quiere menos asintomáticos y que en mucho, dependía del proceso que sus padres habían transitado, en el marco de nuestra experiencia, esa que llamábamos “grupos de orientación”, con un fuerte sesgo en la ética y fundamentos del psicoanálisis. Quiero destacar que no eran solo los padres quienes acercaban su demanda de ayuda, sino en muchos casos otros allegados al toxicómano que mantenían algún tipo de  lazo  o  dependencia con  el mismo.

Las cosas no estaban como entonces, nos habíamos encontrado con nuestro supuesto y porque no, esperado “paciente”, a veces los procesos  eran una cuestión de semanas o de días, otras eran meses, pero en todos los casos algo los había conducido hasta nosotros; ahora debíamos escucharlo y finalmente  resolver.

Ya estaba ahí,  no tanto para ser interrogado como para interrogarnos. Agente activo de la angustia del “Otro”, desde la familia pasando por las instituciones de la salud, de la justicia, de la educación, del trabajo, de la empresa, del estado, y  la política, encarnando “el objeto” de  la demanda de todos aquellos que las representan: padres, hijos, hermanos, esposos, docentes, trabajadores sociales, jueces, funcionarios, terapeutas, etc., trayendo un pedido de ayuda, por la vía del sujeto de la demanda y su toxicómano.

Dijimos, el “significante” de las toxicomanías,  productor de efectos de significados: como el significante del goce, de la corrupción o de la muerte, de lo que no siempre se puede decir, de lo que no se quiere escuchar, de lo que no se deja curar ni cuidar, de lo indomesticable de la pulsión, de lo imprevisible, de lo que no se deja prevenir, de lo prohibido y su transgresión, de la falsa ciencia, del bien y del mal, de lo monstruoso, del horror ontológico, de la pérdida del deseo y de la angustia, de la banalidad del goce, de lo imposible, de la declinación, y descreencia del Otro, de los abismos del sentido, de los agujeros del saber y del poder, de la incertidumbre, y la lista solo tendrá sus límites en la más audaz imaginación. Para el toxicómano su toxicomanía no dice más que lo que se predica de ello. Es el sujeto alienado en una “predicación” que le es ajena, pero en tanto “ajenidad” lo constituye. No es sujeto pasivo, en tanto el hace a su “producto”, ese mismo que lo nombra, con los significantes del Otro, con el estatuto que esa representación tiene para el mundo de los otros y la cultura a la cual pertenece.

Ese significante y su significado hacen a la “servidumbre” de una época, como “signos” atrapados en su diacronía. Como la histeria, los toxicómanos de ayer no son los de hoy. Las toxicomanías en los finales del siglo XIX y principios del XX, eran   un fenómeno de elites, en la segunda mitad de la centuria pasada fue  subversivo, contestatario, y contracultural, en nuestro siglo es “caricatura”, puro semblante de goce, vacío, banalidad del ser  y repetición, no más que ello. Es el sujeto a la deriva en el océano de los “tecnogoces” de la modernidad, anclado a ese significante, que como todo significante,  no es más que su soporte privado de su  nombre. Hoy las adicciones se han generalizado, no son más un mal de la época, sino el semblante de la modernidad, pero la más paradigmática de ellas, la toxicomanía aún conserva su alcance, no tanto o tan solo en su valor de “ruptura”, como de penetración, de irrupción, sobre el escenario del Otro, no solo para denunciar su declinación, su ausencia, la caída de un ideal, sino lo que su “llamado” ya no puede callar…

Algo se repetía del discurso de aquellos padres, sujetos al sufrimiento, pero no se reproducía igual, un lugar se había abierto y lo conducía a nuestro encuentro y el “objeto” parecía disponerse a ser entregado, pero no sin reservas,  a cambio de ser  escuchados, de una palabra que restituya el sentido de su presencia ante nosotros, de los padecimientos reales de su historia, pero fundamentalmente, aquel que pueda escuchar “otra cosa”, de lo que estaban acostumbrados. Un “ser de palabra”, lo más liberado posible de toda dependencia, por sobre todo “desprejuiciado” y respetuoso de los  deseos del sujeto, de un estilo de vida que creía haber elegido con libertad. Algo no parecía funcionar tan bien como antes, porque la esencia de ese “objeto” como la de todo objeto del goce está destinada, a su insatisfacción, a su fracaso, a mostrar su incompletud, a denunciar un límite. Una palabra, un “saber” capaz de desanudar la prisión de su ser, el dolor de “estar vivo”, un significante arrojado como  puente exógamo sobre el abismo de  la relación de amor con su “objeto”, como  “canción maternal que deambula alucinándolo frente a la ausencia de su cuerpo”, una escucha, una voz que lo orientará al encuentro con el “Otro”, con alguien capaz de introducir ahí ago que lo conciliara con su ser, que lo reencontrase, con su deseo, con el ejercicio de su libertad , la libertad de poder elegir frente a lo “indecidible” del goce. Una suerte de “democracia republicana del psiquismo”, que lo libere de la tiranía de su “objeto”  de la servidumbre  del “Otro”;  sucesivas y replicantes “elecciones”, que gobiernen  su destino. Dueño de una vida que justifique su sentido de estar en el mundo, una empresa que por momentos nos parecía  imposible, tan imposible como para el sujeto, sumido en la desestimación y la descreencia, alcanzar la verdadera dimensión del Otro. No se trataba sino de “una nueva elección”, y no estábamos ahí sino dispuestos para acompañar su camino.

RELATO II                                                   

 

Segunda parte

En aquellos primeros años,  de la década de 1970, por razones institucionales, las primeras experiencias sobre la demanda de familiares y allegados del usuario se realizaron a través de encuentros grupales, incluyendo en algunos casos los que posteriormente dimos en llamar “procesos individuales”.

Desde los comienzos el término “orientación” como una expresión destinada a designar esta labor, no terminaba de convencerme plenamente y había razones para ello. Siempre me acompañaba la convicción- y esto debía demostrarlo-, que más que una tarea centrada en la escucha de los padres, hijos, hermanos o allegados, estaba intentando avanzar -por lo menos esto me proponía-, en dirección de una clínica del toxicómano, que no hacía sino privilegiar el modo, la vía, en como esta se daba cita en mi experiencia.

Cuando hablaba de “orientación” debía aclarar que me refería a un proceso, cuyo tiempo dependía de cada familia , de cada individuo y de los avatares y circunstancias de la situación actual y  la historia del  supuesto paciente por quien se consultaba; un cierto “tratamiento sobre la demanda” de terceros o el toxicómano mismo, destinado a concluir con su presencia,  o  más propiamente, con la construcción de una demanda con la cual deberíamos “tratar”, tal y como lo habíamos hecho, en su fase inicial con sus familiares o  allegados, antes de su derivación para  lo que llamábamos el tratamiento propiamente dicho.

En definitiva hacer de la relación del toxicómano con su objeto, y su relación con el Otro, un síntoma, que creara las condiciones no solo para “el tratamiento de esa demanda” sino vencer las resistencias de “analizabilidad” del sujeto como su rasgo más patognomónico. Toda la clínica centrada en la demanda de ayuda de terceros sobre la situación del toxicómano y sus consecuencias, no era sino una estrategia destinada, no solo a resolver “el problema del otro”, sino el sintomatizar ese punto de anudamiento no solo de la relación del sujeto con la droga sino el lugar que este estaba llamado a ocupar, como efecto de una  estructura imaginaria, capturado en las redes de un discurso, que no le era el propio.

Quiero destacar que no existe para mí una relación necesaria entre el momento de concluir ese proceso y lo que se detalla como “derivación”.

Solo en aquellos casos en que era justificado podía convenir la indicación de tratamiento, lo cual no me parecía un resultado obligado.

Los destinos de un síntoma o los avatares de un acto son siempre contingentes, eventuales y se ven afectados por una cierta indeterminación e imprevisibilidad.

Muchos jóvenes hacen abandono del consumo de drogas con asistencia psicoterápica, otras veces médica o institucional, en muchos casos sin alguna de ellas y las más de las veces “a pesar” de todas ellas, cuando no, en forma espontánea o contingente, es decir, que esta puede no responder a razón alguna fácilmente observable o definible, con las herramientas de nuestras disciplinas para el diagnóstico o el pronóstico,  como “expertos” de este campo. En nuestro caso la palabra “experto” no definía tanto un campo de “especialidad”, en como habitualmente éramos designados, como de la experiencia en un sentido mucho más estricto.

Hay quienes intentan una respuesta a estas cuestiones sosteniendo la eficacia de un sistema que comprende una red de instituciones por donde el toxicómano transita invariablemente.

Es en los distintos eslabones de esta cadena, o en algún punto de esa red donde este encontraría “el beneficio de la cura”.

Quizá sea interesante poder interrogar el punto de ese sistema en que se produce y si el mismo reconoce o no un corte real en esa línea que el toxicómano nos traza en su recorrido. Es esta cuestión lo que he ubicado en el centro del análisis de mí propuesta en cuanto a la noción de cura se refiere, más asociada, en el discurso oficial de nuestras instituciones de la práctica y el saber, a tratamientos del tipo “por sustitución”; farmacológica, como ocurre con algunos opioides en las estrategias orientadas a la reducción de daños o por convicción o “conversión” religiosa asociados a cualquier tipo de creencia,  o bien “por identificación” con “el par semejante” en el marco de propuestas de autoayuda, en condición de “adicto recuperado” o “exadicto”. No faltaba aquella orientación psicoterápica para el tratamiento cuyo objetivo era su “reeducación emocional” que aspirando a una cierta  “normalización”, introducía un cierto “saber”, a propósito de la vida de los sujetos, cómo sustitución del goce toxicómano. No por nada aquel espacio institucional que el estado había destinado como primer  centro modelo en Latinoamérica para  la atención de toxicómanos, donde tuvimos el privilegio de iniciar y conducir nuestras primeras experiencias, llevaba el nombre de Centro Nacional de Reducación Social, cuyo eslogan inicial para la introducción de una oferta  publicitaria versaba: “Nos interesa el destino emocional de nuestros adolescentes”. Nuestra propuesta intentó anclar sus bases en una práctica orientada en la dimensión del sujeto, y en mucho contribuyo el psicoanálisis, de mucha actualidad en nuestro medio en aquellos años. Si bien este nos era una herramienta útil en nuestra práctica, por razones justificadas nunca tuvo su debido reconocimiento en este campo, sin embargo y a pesar de ello  no renunciamos a su propuesta, la que nos obligó a una cierta revisión de sus dispositivos  y alcance de sus conceptos  para mi gusto mal aprendidos sobre su práctica, por lo menos así lo demostró nuestra experiencia. El psicoanálisis nunca fue para nosotros una herramienta de teoría aplicada, solo para la comprensión o teorización de los hechos, sino un instrumento de producción y transformación de un campo de la clínica que nos exigía una revisión permanente del alcance de nuestros dispositivos para una práctica que no podía eludir en ningún momento la cuestión de la cura, sino quería ser  exiliada de las necesidades y perentoriedades tan propias de este campo de nuestro quehacer que llamamos toxicomanías.

En oportunidad de ser invitado por una ONG internacional asociada a la comisión de comunidades europeas a recorrer algunos programas de la ciudad de Paris y del sur de Francia, en ocasión de mantener un diálogo con un grupo de colegas franceses, había observado que estos contaban en su práctica con un término que se aproximaba con menos ambigüedad a lo que yo esperaba significar con la palabra “orientación”. El concepto de “acogida” en su traducción castellana, no era una expresión a la cual estábamos acostumbrados, decidí en este caso no adoptar la traducción de la voz francesa, y conservar el término de” orientación” a pesar de que ofrecía algunas ambigüedades, para definir los alcances reales de mi propuesta, si bien aún no había tomado su forma definitiva.

Había podido advertir que esta expresión no respondía sino a un término común entre los europeos para definir “un espacio de escucha” en donde no se trataba aun de la presencia de lo que podíamos llamar un” paciente”, una suerte de fase, de “estadio preliminar” y necesario a cualquier tentativa de tratamiento con pacientes toxicómanos.

Las familias qué llegaban a la consulta solo veían en la esperada atención de sus hijos una “solución” posible a lo que consideraban la causa de sus justificadas angustias.

Nada me autorizaba a dispensarles un tratamiento, ni medico ni psicológico que en ningún caso, y creo que legítimamente, llegarían a reconocer como propio. No eran en principio “pacientes”. Por otra parte movidos por la perentoriedad de sus actos, demandaban de mí una rápida respuesta, frente a la ausencia, o las condiciones de existencia límite de sus hijos, que en ningún caso colmaría tan exigentes expectativas, para el caso.

La dificultad en la espera y la exigencia que contenían sus demandas, me permitía identificar en la imagen de estos padres y el estilo de  su demanda el ya aprendido y reconocido semblante de sus propios hijos. Comprobé a esta altura de mi experiencia, y no sin tropiezos, que no se trataba aquí de responder a las falsas “urgencias”, tan  emparentadas con ese estilo propio de los jóvenes tan presente en esa privilegiada “relación” donde estos se veían sin demora “asistidos” por la presencia de su “objeto”, como paradigma de “solución” a sus angustias y derivas existenciales en su condición de sujetos sexuados.     La perentoriedad  de respuesta a  sus exigencias y necesidades  los conducía a “su objeto” como una tentativa de “respuesta” sobre aquello que desconocían como la causa real que los movía al consumo. Una pregunta que no terminaban de formularse y que no habría de ser sin consecuencias para el Otro de la demanda toxicómana.

Muchos padres llegaban a consulta esperando una razonable respuesta sobre la posible internación de sus hijos cuando estos eran objeto de una actuación lo suficientemente mostrativa, y del impacto de una realidad que no les era desconocida y frente a la cual esta vez ya no podían permanecer indiferentes.

Lo que la experiencia me indicaba es que si accedía a responder a  esta demanda no estaba sino legitimando “un pacto”, destinado a silenciar “otra verdad”, un acuerdo no explícito, llamado a ocultar la “causa real” de las dificultades que los conducía a mí encuentro.

Muchas veces demandaban de mí una “función sustitutiva” del propio rol procurando bajo legítimo argumento la solución a un problema y en consecuencia evitar lo que sentían como un difícil compromiso al cual no podían, no debían o no querían  exponerse.

Si bien se acercaban sosteniendo una demanda de tratamiento esta estaba obviamente referida a sus hijos. Sólo esperaban alguna respuesta sobre  aquello que suponían ajeno a su desempeño como padres.

Cuando sus hijos llegaban a la consulta podíamos advertir que estos no hacían más que sostener una demanda que aparentemente no les pertenecía, todo parecía indicarnos que por alguna vía un tercero les había solicitado que pidan. Así como sus padres, paradójicamente, venían dispuestos a pedir por y a causa de estos.

Los jóvenes parecían asignarle al encuentro con las drogas y al inicio en el consumo o  bien un carácter contingente o el resultado de una elección, lejos estaba de la conciencia de los mismos la existencia de una causa real, de “un determinismo psíquico” desconocido por el sujeto,  que introdujese alguna racionalidad en lo que sostenían como relación o dependencia de ese “objeto”, en definitiva lo que llamábamos en nuestra jerga, un síntoma.

La búsqueda de esta racionalidad, de este determinismo y sus causas, no estaba tanto del lado de los padres, de aquellos que traían la incertidumbre sobre los hechos, como  del profesional consultado, el joven no necesitaba en modo alguno justificar su causa.

Ahora bien ¿qué es lo que hacía que llegara a la consulta presentándose con motivo de un deseo que no era el propio? La experiencia me indicaba que en estos casos algo no quería ser reconocido del todo a través de lo que ocultaba ese argumento: el joven, en su condición de toxicómano llegaba a la consulta trayendo “el fracaso” de su relación con el objeto. La “crisis”  asociada a su toxicomanía no se presentaba sino como “un tropiezo” en esa particular “relación de amor” que le unía al objeto. Este había empezado a “fallar”, no era sino el signo de “un desencuentro”, algo no solo “no encajaba” en su práctica como toxicómano, sino que “desencajaba” toda la existencia del sujeto.

Lo que sostenía la relación con la droga no debíamos atribuirlo a las bondades químicas o farmacológicas del producto, este bien podía ser variable, o sustituible. Su resistencia a donar, a entregar el objeto, a su pérdida, a  separarse del mismo, no radicaba sino en lo que ese objeto representaba, tanto para sí mismo, en tanto objeto de goce,  lugar de identidad y reconocimiento,  como para el Otro,  donde el sujeto parecía constituirse.

En oportunidad de visitar un programa de asistencia para toxicómanos, en la “Provenze” francesa, su director, que era un educador, me expresaba que no era una dificultad para él que los jóvenes se acercaran al programa con motivo del deseo de sus padres o de algún allegado : “Cuando un joven viene a nuestro encuentro -me decía-, y justifica su presencia en la angustia o el deseo de un tercero, y viene a decirme que no espera particularmente nada de nosotros, le tengo que confesar que me causa gracia su argumento y  luego de reírnos un buen rato juntos, el joven ya sabe que es hora de ponernos a trabajar”.

Mi interlocutor no hacía sino confirmar con palabras que se desprendían de su experiencia, lo que ya habíamos podido comprobar y es que el joven con su presencia ponía a prueba la capacidad de ese otro para comprender el sentido de su demanda y su “desencuentro”. Lejos de suponerle le desuponía un saber sobre aquello que en modo alguno quería reconocer. No era sino una escena suficientemente mostrativa, al modo de un desafío, orientada a interrogarnos sobre el valor y alcance de tan frágiles argumentos. La ironía y el humor, como lo había advertido nuestro educador, ponían al descubierto al verdadero sujeto de la demanda.

Había podido observar muchas veces, que no eran los profesionales de la salud lo que estaban en mejores condiciones de percibir con más claridad estos “desencuentros” frente a otros trabajadores del campo social, la educación o la autoayuda, basados en el conocimiento que solo podía aportarles la experiencia. Todo parecía indicarnos, y  muy a pesar nuestro, que los preconceptos de la teoría y la “construcción de conocimiento” paradójicamente, en este caso, parecían estar al servicio de una resistencia a poder ver lo obvio de lo que encubría y ponía en juego  su demanda.

Otras de las modalidades en como los jóvenes llegaban a consulta, dejaba indicado que el carácter de la relación con el “producto” no llevaba consigo el signo de “un encubierto fracaso”, o ese mencionado desencuentro, muy por el contrario nos encontrábamos con que la elección de ese objeto había alcanzado un no advertido “beneficio”, y que no hacía sino traer por esta vía a   nuestro encuentro lo que, habíamos dado en llamar la (a) dicción del Otro. Aquello que por  su condición de inconsciente para el “sujeto de la demanda”, tanto para el toxicómano como en nuestro caso para los padres, objetos de su demanda,  estaba impedido, imposibilitado de ser dicho, sin representación significante, tan indecible como  indecidible para el sujeto.

La experiencia había demostrado que el joven encontraba en la droga una solución transitoria, aunque eficaz, a sus angustias e incertidumbres y muchas veces un canal privilegiado para conducir un mensaje, o “metamensaje”, que en todos los casos conllevaba una fuerte demanda, una forma de golpear a la puerta de un otro que por razones que desconocíamos, parecía no estar en condiciones de atender “su llamado”; orientado muchas veces a la figura del padre o cualquiera de las metáforas que lo representan en el campo social, no hacía sino denunciar, alguna falla significativa en su entorno tanto familiar como social. Una denuncia puesta en acto que parecía indicarnos permanentemente, que algo, o alguien ahí no hacía a su función carente de toda legitimidad y representación.

La actuación toxicomanigena actualizaba por la vía de la presencia del “objeto” y su puesta en acto, lo que siempre había estado presente en la relación entre ese hijo, su padre, o  cualquier sustituto de su función en el contexto familiar o el campo social en el cual se representaba

Víctimas de la propia impotencia para dar respuesta a los interrogantes que suscitaban las actuaciones de los jóvenes, los hechos no parecían diferir de  circunstancias vividas en otros momentos de  la historia de la relación con sus hijos, y  que  habían sido desatendidas, pero que no llevaban consigo el signo de la droga y el peso de significación que revestía para ellos el solo hecho de pensar en un hijo toxicómano.

En muchos de nuestros casos, el joven había encontrado en la droga un objeto privilegiado para conducir su mensaje y apelar a esta  presencia. La experiencia había contribuido a demostrar que ésta “convocatoria” no era indiferente a la  ocasional “figura del padre” que acuciado por los avatares de la vida familiar y laboral, esta vez, parecía no poder desoír ese “llamado” cuando el mismo era evocado por la comparecencia de ese “objeto”. La droga aparecía en la experiencia de los jóvenes como un significante mediador, y lo suficientemente revelador en el Otro, para conducir su mensaje, y denunciar ahí “su falta”, su ausencia. Otro estilo del decir sobre los hechos de su historia, que el joven habría mudado en acto, y nuestra tarea no era sino  descifrarlo  y  ponerlo al descubierto.

Los padres resistentes a abandonar los propios argumentos sostenían a propósito de la problemática de sus hijos, la necesidad de un saber, una forma de ponerle palabras a lo que no comprendían, de poner un límite, de resignificar  esa experiencia que les atormentaba.

La toxicomanía, lejos de constituirse en una legítima pregunta, apropósito de un mensaje siempre revelador, sobre el lugar que estaban llamados a ocupar, se había convertido no tan solo en un legítimo argumento, sino en la más cabal “respuesta”, como lugar de la causa.

No traían a consulta sino una problemática que delegaban en los jóvenes y que tarde o temprano, en el marco de nuestra propuesta, no  habrían de evitar reconocer como propia.

Lo “imposible de decir” y de escuchar dentro de esa experiencia que compartían con nosotros hacía de estos, verdaderos esclavos de su propio argumento. Sujetos de la dependencia de sus hijos, habían hecho de esas “actuaciones” un acto revelador de cómo  se veían sometidos desde siempre. Los afectos parecían independizarse de las palabras y las intenciones de los actos.

Muchas veces llegaban a nuestros encuentros habitados por un sentimiento de culpa que se expresaba en un insistente autocuestionamiento de sí mismos, o bien, como objeto de las severas críticas de sus hijos.  Refugio imaginario que los encadenaba a un pasado que no podían redimir frente a lo que creían irremediable, sentimientos que tomaban la forma de una condena “superyoica” invadidos muchas veces por una deuda impaga con sus hijos o por el sentimiento de culpa. No era sino el revés, la otra cara  de la impotencia, y muchas veces nos señalaban el camino de su justificación; nada más ajeno a lo que ese joven podía esperar de sus padres sometidos por la tiranía de su objeto y el sentimiento de culpabilidad.

Mi posición era muchas veces complaciente y por sobre todo buscaba que estos puedan autoafirmarse. Esperaba verlos muy pronto más seguros de sí mismos, más aún cuando sabía que un inesperado cambio en sus sentimientos, en la forma de pensar y en sus actuaciones como padres, tendría consecuencias en las respuestas que estos podían esperar de parte de sus hijos.

Más allá de las razones vinculadas a la experiencia, que justificaban mi actitud, todo parecía indicarme que este “sentimiento de autoafirmación” funcionaba como una forma de acusar recibo sobre algo que estaba muy presente en la vivencia subjetiva de los mismos.

A riesgo de encontrarme con un resultado no esperado, decidí de todos modos, guiarme por estos “sentimientos”, si se quiere “contratransferenciales”, al mismo tiempo de mantener una serena observación sobre sus consecuencias y resultados.

Tenía la certeza de que la omisión de una regla, tan “fundamental” en cuanto mi neutralidad no sería sin contratiempos pero decidí correr el riesgo, dado que, como ya lo he puntualizado más arriba, nada me autorizaba a otorgarles ese lugar – en muchos casos tan ajeno a sus propias experiencias -, en que estos podían ser calificados como “pacientes” y mucho menos psicoanalíticamente hablando.

Nuestra labor parecía tener  directa influencia en la relación con sus hijos, pero no la habría de tener menos sobre los lazos de la pareja parental; habíamos comprobado que el resultado de ese particular “llamado” sobre “la presencia del padre”, acorde a un modelo parental binario, no era algo tan solo anhelado por el hijo sino que encontraba su correlato en el deseo materno, como un modo o prótesis de auxilio.

Muchas de ellas parecían sobrellevar sobre si mismas los destinos de un “doble rol” frente a “un padre” que agobiado por el sentimiento de impotencia no hacía más que refugiarse en la negación, la indiferencia, el perdón o la justificación de sus actos.

Muchas veces estas conductas formaban parte de un acuerdo compartido por la pareja, puesto al servicio de “un pacto” que parecía tener como destino la ocultación de alguna otra verdad que se reflejaba en las actitudes y actuaciones de sus hijos. Consciente de esta demanda el padre parecía reconocerse como objeto de un reclamo al que muchas veces no podía renunciar sino al costo de su propia estima y autovaloración.

Destinatario de los reclamos de la madre y su hijo en condición de toxicómano aparecía expuesto al reconocimiento de un “otro”, en nuestro caso el terapeuta, que confirmaba la existencia de un lugar que nunca había terminado de hacer  propio.

El poder estaba ahí, no necesariamente como algo con lo cual podían o no contar, “tener o no tener”, sino como un gesto propio, un atributo inherente  a su conciencia de ser, a  su condición de  padres, a  esos padres que, para sorpresa de muchos,  podían llegar a ser.

De esto se trataba, frente a la “canalla toxicómana”, como si ese “sin vergüenza” que se alimentaba de las debilidades e   impotencias del Otro, de las incertidumbres, de las dudas y contradicciones, de las culpas y transgresiones, de los extravíos y desencuentros, de la fabulación y  la mentira, de las disfunciones y  falsas definiciones, de la declinación de un orden insostenible, de una estructura de discursos y creencias que siempre supo poner al descubierto su ausencia a través de sus contradicciones e  inconsistencias.

En esto radicaba todo el “poder toxicómano”, pero fundamentalmente, en aquello que el “otro”, se negaba a escuchar,  “a rendir cuentas” , a  reconocer sus arbitrariedades e incertidumbres, en definitiva sus “debilidades”, es el “sujeto del Otro”, extraviado , desencontrado con su lugar , con el ejercicio de una función, que en los tiempos de los “Nombres del Padre” (Lacan), de sus metáforas, de su más radical declinación, hemos llamado con el nombre de (a) dicción del Otro, ese imposible de decir y como consecuencia de poder escuchar y que  es inconsciente. Todo eso es lo que esta interrogado en el “acto toxicómano”, es la pregunta por la alteridad, por un saber y la legitimidad en que se sostiene su verdad. Saturando todos los sentidos se ha permitido interrogarnos, como ningún otro lo ha hecho hasta hoy.

Cuando estos, los padres,  descubrían tener en sus manos la posibilidad de dar respuesta a lo que hasta entonces habían depositado en “nuestro lugar”, como portadores de un “supuesto saber hacer”, sobre un “imposible” para ellos frente a la actuación toxicómana de  sus hijos,  no estábamos sino asistiendo a un tan anhelado por nosotros, como esperanzado y reconocido ejercicio para ellos.

A que apelaban, sus hijos, en muchos casos, transitando una multiplicidad de escenarios del “teatro” social, sino a esta “función” de acotamiento, de segamiento, en ese encuentro con la figura de “la ley” representada en la persona de un juez, que muchas veces sobrepasados por los límites de su ejercicio, demandaba de nosotros, terapeutas, “especialistas”, o  de la institución de salud, una verdad distinta, renovada, diferente, de lo que contenía lo acumulado por esa ciencia de administrar la ley entre los hombres, en los extraviados  márgenes y contra márgenes de la legislación de drogas de nuestro tiempo..

Hemos sabido sobre la dificultad de nuestros jueces, como si la impotencia de este discurso marcara por todo lo que hay de demanda en el acto del toxicómano; lo “(a) dicto”, lo imposible de decir, lo ignorado, lo que no tiene “representación” en esa figura de la ley. No se ha hecho ahí presente sino para denunciar una vez más lo que de ese saber se sostiene como falso. Y no es sino por lo que ahí está llamado a “fallar”, en nombre de la ley, que llega a nuestro encuentro, a nuestras instituciones de salud.

¿No éramos conducidos a este ejercicio, en cuanto depositaban en un “supuesto saber de especialistas” el destino de la vida de sus hijos o encausados?

¿No es después de todo lo dicho la “toxicomanía” en tanto acto una forma privilegiada, de designar aquello que por alguna vía interrogaba la esencia misma del ideal, “del padre” como nombre, como representación, como metáfora y su función en la escena social?

El sujeto real de la “(a) dicción”: un “padre” sin palabra, un juez sin sentencia que exhibe toda la fragilidad y declinación de la institución que representa. Lo descubrimos en el fondo de ese abismo al cual se precipita la existencia del sujeto; “la falta del padre”, ese agujero sin nombre de la” (a) dicción del Otro”, que con el signo de la angustia se desliza por la pendiente sin límites de su fallido ejercicio.

Una tal afirmación, que intentaremos fundamentar más adelante, no solo tuvo inmediatas consecuencias sobre muestra labor, sino que esta encontró su principal proyección en la construcción de “una nueva propuesta como  alternativa” tanto para la práctica clínica de lo que llamábamos “el tratamiento del toxicómano” como para “la prevención”, concepto sino ajeno, exiliado del campo del psicoanálisis, dentro de un dispositivo clínico para su intervención sobre la demanda institucional y social, conceptos que tan sólo hemos diferenciado operativamente y a los efectos de circunscribir, tiempos y espacios  para la intervención en este campo de la demanda.

Debíamos avanzar en dirección de una tentativa de desinstitucionalización de la práctica como saber instituido. Desandar ciertos discursos aprendidos de la “oficialidad” institucional que habían hecho escuela, una forma de aproximarnos a esta experiencia, con mínimos preconceptos, “desprejuiciados”, si se quiere y advertidos de la influencia de corrientes de opinión que podían hacer obstáculo o trabar la iniciativa, sobre un modelo diferente para la comprensión e intervención de nuestro quehacer, como “experimentados”  en este campo.

Si bien éramos objeto de crítica a propósito de la no introducción de un discurso que privilegiase lo social, en términos de una  “intervención colectiva” o de “masas” , cuando hablábamos de la prevención en ámbitos que así nos los exigía; no lo éramos menos cuando nuestros circunstanciales interlocutores se presentaban como los fieles defensores de distintas escuelas y  corrientes de opinión, que esta vez parecía cuestionarnos que habíamos perdido de vista la dimensión “psicopatológica”,  nosografíca o pre mórbida , la noción de “estructura clínica” o la llamada  “personalidad del toxicómano”, sumado a los caracteres propios tan patognomónicos de su grupo familiar, según sea el caso o la escuela que cada uno de ellos  representaba. No había error u omisión sobre lo que podíamos entender de la subjetividad del toxicómano en tanto sujeto de un  padecimiento, sino una suerte de “parentización”, de suspensión del juicio sobre todas estas cuestiones, en función de los objetivos y metas que nos habíamos propuesto, para su posterior fundamentación sobre un modo distinto de dar cuenta del problema  toxicómano y su relación con el Otro, ya sea para su tratamiento como para la “prevención” de su acto.

No era sino la tentativa de construcción de un concepto que nos permita no solo una mejor comprensión de nuestro “objeto”, el toxicómano y su relación con el Otro, para el alcance de nuestras intervenciones, sino el lugar del psicoanálisis, como nosotros lo entendíamos  e intentamos justificarlo en este campo tan exiliado de su práctica, en aquellos primeros años de la década del ochenta (1980)

No era sino una fase preliminar a la constitución del síntoma, una clínica del y en torno al acto toxicómano y de su relación y consecuencias para el “Otro”, sobre el cual nuestra práctica no estaba en modo alguno  exceptuada. Pronto pudimos advertir que esta intervención sobre la “alteridad” del toxicómano no era un tema menor en nuestra propuesta, tanto para su toxicómano como para el Otro social y sus instituciones.

Estas otras corrientes de opinión no eran sino formas de un discurso tendiente a sostener la “pluricausalidad” del “acto” en todos los casos articulado a una suerte de “determinismo psíquico y social”, en lo genético, en lo constitucional, en la vida individual o de la historia personal, que “nominaba” y categorizaba con los recursos de una “psicología individual” a  aquel que “se identificaba” y era “identificado” por su objeto y reconocido por el Otro social, como toxicómano.

Para nosotros, sin embargo, el “acto toxicómano” y  “su práctica” la toxicomanía, que no eran lo mismo, y diferenciado del concepto de “adicción” o dependencia,  se nos presentaba, en el horizonte del Otro, como una “forma discursiva” que sobrevolaba la epidermis del cuerpo social y encarnaba su nombre, como metáfora, ahí donde este exhibía una “perdida”, o falta  significante, como falla o  mutación, en el plano de la representación   de los discursos que lo nombran en el marco de lo que llamamos instituciones. Siendo el toxicómano, como sujeto encarnado y representación “un efecto de estructura” capturado en las redes de ese mismo discurso. Desde el familiar, en nuestro ejemplo, pasando por el de  las instituciones: educativas, de la salud, del campo jurídico y social, del poder y   la seguridad,  de la política y del “saber”, lugar este último, donde estamos, particularmente interrogados y convocados atraves de una suerte de “auditoria”, puesta en acto sobre nuestra práctica profesional, lo que nos obligaba a una revisión permanente de sus resultados.

Este es el desafío del toxicómano, y también el nuestro  desde ese incomodo, pero  inevitable lugar de “expertos”, en este campo. Me pregunto si somos capaces de poder escuchar “otra cosa”, de asumir sus consecuencias, de reconocer lo que nuestro toxicómano ha venido a denunciar, a poner al descubierto,  sobre nuestra práctica, como “especialistas en generalidades” (¿que no es sino una mirada multidisciplinar?), o como analistas de “singularidades”, dispuestos a “declinar” la metáfora de su acto, como el verbo más descarnado de nuestro tiempo.

Esta letra muerta, necrosada de la trama del discurso social, y de nuestras instituciones constituía el espacio privilegiado por donde se introducía una cierta “ortopedia” de la función simbólica, que el “sujeto de la toxicomanía”  no solo denunciaba, sino que ponía al descubierto a los ojos del Otro, como sujeto de la (a)dicción

Lo confirmábamos en el toxicómano cuando su estatuto en la escena social se sostenía apendicularmente como “un producto” lo suficientemente mostrativo y calificado por ese mismo discurso, a horcajadas entre el relato médico y el jurídico parasitando el psicológico, el político, social y de la seguridad, sobre ese sujeto que juzgamos  “diferente”, a pesar de su proximidad  similitud y especularidad de sus formas.

Nos interesaba investigar como operaba esto en la experiencia de nuestros pacientes y que efecto de sujeto ahí se producía como resultado de este discurso y su correlato como posición subjetiva.

El toxicómano no era sino el producto de una construcción  y lo que calificábamos como la “decadencia del padre”, como representante del Otro, una expresión metafórica referida a ciertos puntos de ruptura, de necrosis, que localizábamos en la maya discursiva de ese mismo sistema de discursos.

“La droga” no es tan sólo un objeto, una producción  química sino un  una construcción significante, una palabra, una categoría jurídica o médico farmacológica que aparece en nuestra experiencia y en la del toxicómano como un tentativa de respuesta crucial, encerrando una apariencia de “saber” a propósito de una incógnita, sobre la cual el sujeto de “la ciencia” o de “la adicción” en el sentido antes referido como sujeto del inconsciente, no puede dar cuenta.

Pronto advertimos que todo nuestro esfuerzo estaba destinado a interrogar esta función diferenciándonos de las “respuestas” que el toxicómano y su familia sabía encontrar en la mayoría de las propuestas existentes para su “rehabilitación” o “recuperación” para el mercado social.

Una tal “ortopedia” significante, que muy poco se diferenciaba del alcance y función de la droga en la vida del toxicómano funcionaba como una prótesis sustitutiva,   tendiente a sostener la “mascara toxicómana”, como el revés de la identidad del sujeto.

Arquitectura significante, signo, que “el sujeto de la adicción”, introduce por la vía del discurso social o de la “ciencia”. Muchos programas para la rehabilitación y prevención no están sino concebidos para sostener “el objeto de la toxicomanía”, es decir, la “toxicomanía como objeto”, puesta al servicio de un sistema que procura sobre ese enunciado, y su nominación, sobre esa categoría médico-jurídica, la “fetichización” de su uso y de su función social.

El sujeto denuncia la inconsistencia del discurso que lo representa y hará de su acto una expresión fallida tendiente a romper con la iatrogenia especular del mismo sistema que lo produce, sostiene, parasita y del cual depende.

Si el consumo de drogas en el toxicómano, decíamos, se presenta como, la metáfora de  una “apelación” de “un cuestionamiento” “al lugar del Otro”, al de nuestras instituciones y con esta expresión queríamos metaforizar a su vez  una referencia, inherente y estructural al sistema de discursos que lo comprende y  representa, no podemos menos que reparar en el estilo de su respuesta, la del sistema, frente a tan desafiante indagatoria.

Ese Otro, “sujeto de la demanda” referente empírico de nuestra propuesta, está en una primera línea, de avanzada, ahí en el comienzo de esa trayectoria. El toxicómano se ha lanzado a su búsqueda y apela a la presencia de su “deseo”,  por el sesgo de la angustia, como garante de un “poder” que en su ejercicio le otorgue todo su reconocimiento como sujeto de un deseo.

Esa figura del “padre”, como el “otro sujeto” o “sujeto del Otro”, es interrogado en la impostura de su acto, se encuentra ahí, pronto a desvanecer, en “el límite de su existencia” y por la vía de un discurso que no le es propio y que preexiste al toxicómano, reclama el ejercicio de un poder, que dé respuesta sobre aquello que ha escapado a su control, en esencia a su condición de ser.

Es el discurso de las disciplinas jurídicas o la ciencia médica el destinatario de esta demanda en tanto que lo que sostiene el argumento del padre es competencia de la salud, del “acto médico”, y también de la ley.

¡Vaya contrasentido!. Nuestro profesional, el médico, no ha conocido aún en el vademécum de sus prescripciones, fórmula capaz que conduzca a la cura de su toxicómano. ¿Cómo responder desde ese catálogo a un “exceso”, a un abuso farmacológico, a una “farmacofilia”? El toxicómano, “con vocación farmacéutica”,  lo ha condenado a su exilio.

La medicina encuentra ahí su límite; pero solo responderá si así se justifica desde la salud médica del paciente o la intervención toxicológica; pero no podrá con lo que califica como “la adicción del sujeto”: que no representa sino lo imposible de decir de ese discurso de la práctica médica que se extravía frente a lo que mal supone ahí, su objeto.

Pero nuestro médico clínico finalmente concluirá: “la adicción a  las drogas, su dependencia no es una cuestión de nuestra práctica”. Cuando procura un ejercicio forzado de su función paga inexorablemente su costo, aventurado por un camino que tarde o temprano denunciara toda  su impostura.

Nuestro médico, sin embargo sugerirá la “consulta psicológica”, es lo  de esperar. Y la pregunta del padre, lo que éste hace causa de su demanda, tropieza una vez más con la impotencia de otro discurso.

Nuestro paciente no espera demasiado de este nuevo personaje, el psicólogo, es más, se muestra resistente a consultarlo, muy a pesar de las exigencias y presiones familiares y suponemos tiene una buena razón para ello.

Nos enteramos que el joven ha sido víctima de una sobredosis, “su llamado” tiene como destino esta vez la guardia hospitalaria de urgencia. Se efectúa entonces la interconsulta de rutina para estos casos.

El médico llevará a cabo la desintoxicación clínico-toxicológica y tratará los efectos residuales de su abstinencia al fármaco, luego el control psicofarmacológico de costumbre y a las 48 hs sino media contraindicación médica tendrá su alta.

Pronto advertirá que sus procedimientos no han sido suficientes, no ha pasado una semana y nuestro paciente ha vuelto a tocar a la puerta del servicio de urgencias, sin que se haya  comprendido la causa real de su “repetido”, de su tan obcecado y provocado episodio. “¡No has comprendido nada!, denuncia su acto. El especialista sugerirá una vez más la asistencia psicoterápica pero las resistencias del joven conducen a su padre a una renovada instancia: es así que llega a la justicia – esta vez necesita creer en ella -, demandando un límite a tan desmedidas e incontrolables actuaciones que no solo revisten un riesgo para sí mismo sino también para terceros, el cual es su principal destinatario.

Pero como el padre, esta vez el juez también “falla” y es en nombre de  lo que le es  delegado, depositado y que no termina de conciliarse con el lugar que representa.

Nuestro magistrado ha resuelto abandonar los principios de su práctica jurídica para acceder, como una ironía del destino, al encuentro con una problemática que se resiste a administrar, alienado en los artículos de un código, que en nada representa al toxicómano,  traiciona o fuerza su letra, para hacer de la ley y su sanción una “prescripción terapéutica”  para su derivación.

Avancemos un poco más. Nuestro supuesto toxicómano llega a la institución de destino, realizará una “evaluación psicológica” para su admisión, indicada por el juzgado, dadas las características del caso se obvia la prescripción de internación y se sugiere un tratamiento ambulatorio los efectos de inducir al  supuesto paciente a la cura.

Una vez en consulta, el psicoterapeuta, este nuevo personaje, advierte la imposibilidad de conducir y sostener  ese proceso introductorio a la  cura – y no dudamos que tiene razones para ello -, catapultado a las redes de “lo obvio” terminará concibiendo, en el peor de los casos, un espacio destinado a legitimar “la impunidad del encausado”, aceptando  su condición de “paciente” o bien, frente a una tal resistencia, renunciará a su “cliente”, justificando los límites de tan “incomprensible ejercicio” para su práctica  profesional: “Es poco lo que podremos hacer si nada espera de nosotros” versará su informe a la justicia.

Finalmente nuestro toxicómano terminará aprobando un nuevo saber, una verdad que no le es ajena a su experiencia, a la cual transitoriamente decidirá aferrarse. Es el “grupo de autoayuda”. Espacio social donde el sujeto se reconoce en razón de aquellos significantes que lo designan y promueven.

Esta vez “objeto” y adicción, la droga y su dependencia, son términos que se conjugan en un mismo discurso.

Consumidor de drogas, médicos, jueces, curadores, psicólogos, “exadictos”, “referentes pares” y “toxicómanos en recuperación”, nuestro “cazador”, nuestro “reducidor de cerebros” transita  su juego “gibarista” por un laberinto “especular”.

Su “drogodependencia” se ha mudado en “adictomanía”. Si hasta ayer la droga era “un bien”, como “ideal”, como “solución”, al servicio de la adicción del sujeto, hoy su “nuevo objeto”  es ese “imposible de decir” que oculta su manía por el bien, negando su verdad. En su intento de ruptura, en ese “divorcio” temporario con el Otro, regresa de su exilio, con la ambición de reeducar el “goce” toxicómano, en su nueva nominación: “Exadicto” recuperado para el Otro, algo se ha perdido pero no el “poder”, en su relación con el mundo toxicómano. La sustitución del objeto por otro significante es su nueva “acta de nacimiento”, metonimia del nombre y  de una nueva servidumbre.

Lanzado a la búsqueda de la figura de  “un padre”, como “lugar del Otro”, termina barriendo con la impostura de todos los discursos que metaforizan su función en el campo  familiar, jurídico, médico, social, y de la ciencia.

Este “barrimiento”, por “reducción”, esta idea del toxicómano como “agente” de una interrogación, operación que pregunta por el lugar del Otro, el que lanzado a su búsqueda interroga su legitimidad,  la consistencia o inconsistencias de su función en el campo social ,institucional y de “nuestras representaciones”, el que pregunta por  el lugar del saber y su relación con la verdad, es el que nos ha conducido a concebir una clínica que haciendo foco en la angustia del  “Otro” y su demanda  no habría dejado de tener consecuencias para su “agente” y a nuestro juicio, su mayor alcance y destino :  nuestras instituciones.

En nuestra experiencia fue en su comienzo la familia, institución que con su demanda traía la “interrogación toxicómana”, bajo la forma de un pedido de ayuda; posteriormente, lo fueron todas las instituciones, desde las educativas, pasando por las judiciales, las de la salud, las profesionales, las del trabajo, y  la empresa, las de seguridad, las religiosas, las organizaciones comunitarias y finalmente “la política”, bajo sus distintos representantes: intendentes, diputados, gobernadores y hasta el poder ejecutivo requirió nuestros servicios, atraves de sus secretarias y comisiones del estado destinadas a este fin.

Esta nueva fase de la experiencia abrigó un nuevo campo, el de las instituciones y la política, conduciéndonos a diseñar “un nuevo dispositivo”, que no se diferenciaba en mucho de los espacios destinados al trabajo con los procesos de “Orientación” que llamábamos “familiar” .Esta vez se trataba de las instituciones que llegaban a nuestra consulta, acercando su “demanda” de orientación, asesoramiento o ayuda muchas veces asociada a situaciones problema vinculadas al “uso indebido de drogas” o conductas de abuso o dependencia y sus consecuencias  dentro del ámbito áulico cuando se trataba de la educación , el pabellón carcelario, cuando el tema era la  seguridad de los internos del servicio penitenciario , el juzgado, civil o penal y los problemas vinculados con sus encausados, o una comunidad apremiada por el consumo de los jóvenes , el narco menudeo y sus consecuencias. Si bien en todos los casos había buenas razones para la consulta muchas veces estaban encubiertas o justificadas bajo la forma de un pedido de “prevención”, sin motivos ni urgencias aparentes, más que el argumento y la preocupación por el destino emocional y la salud de los jóvenes o cualquier otro tipo de población que se juzgara “de riesgo”. Las razones parecían suficientes pero no siempre estaban justificados sus motivos.

En estos casos la palabra “orientación” fue reemplazada por la de “asesoramiento” para atender las demandas del ámbito, profesional, institucional y/o  comunitario. El psicoanálisis había incursionado en  un espacio poco familiar a  su práctica y especialmente cuando se hablaba de prevención, y si no fuera suficiente, de las toxicomanías.

Es curioso que en el marco de una práctica, como lo es el psicoanálisis, de lo “imprevisible”, de lo “inanticipable”, de lo “contingente”, de “singularidades”, del “caso por caso”, estábamos  hablando  de la prevención, concepto siempre asociado en su concepción de discurso hegemónico  oficial,  a un modelo colectivo de intervención o a  “una acción de masas”, cuya única motivación siempre era la “política” de nuestras instituciones, porque no hay concepto de prevención que no se sostenga y justifique en un “discurso político”.

El toxicómano hace hablar al Otro, ese que siempre en su decir cuando  habla de drogas y su toxicómano habla de “otra cosa”, y que como metáfora es  metamorfosis del sentido de lo que al mismo tiempo que no puede ser dicho,  se satisface en el decir, para perturbar su significación; es de esta turbación que habla la demanda, cualquiera fuere ella y de quien provenga, cuando la ciencia lo silencia. Discurso que como el goce toxicómano, nada dice para sí, sino para el Otro, ni para nada sirve, solo para no escuchar, lo que ahí falta decir y ya no es posible callar.

Es prudente licenciar al toxicómano de la nosografía, de cualquier esbozo psicológico o psicopatológico del sujeto, cerniendo en la enunciación de la demanda el goce encarcelado, en su padecimiento, en el agujero de un saber imposible, no solo sobre lo que viene a “mostrarnos” en cuanto a su  “privacidad”, como sujeto privado del mundo, sino lo que pone al descubierto de nuestras instituciones y de quienes la representan, eso que he llamado la (a) dicción del Otro.  De ello depende el sujeto y es inconsciente, en un sentido estrictamente freudiano.

Pareciera ser que esa crisis de representación, tanto en el orden de las metáforas del padre, de la autoridad como de la ciencia, la única certeza es el goce, es en la pérdida, como ocurre en los sueños, de la representación del yo, donde el toxicómano puede decir: en ese acto  soy. Es en ese desvanecimiento  donde el sujeto  aparece como “ser” ahí donde se pierde para el Otro.

Es necesario desinstitucionalizar la escucha para que su palabra no parezca denegada frente al arbitraje de una “razón”, que pretenda domesticar la verdad bajo el dominio de un supuesto saber de especialistas. Lo que otrora le ocupó a la histeria le cabe hoy a la drogadicción.

“Que era la “histérica” en el siglo XIX sino una categoría inventada por Charcot, para convertir en tema médico los conflictos que oponían a las jóvenes de entonces con el entorno de la sociedad victoriana de su época. Hoy la histeria ha desaparecido en su formulación clásica, lo que nos trastorna ha evolucionado”. (1)

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