RELATO II                                           

 “Lo que ahí falta decir ya no es posible callar”. 

 Segunda parte

En aquellos primeros años,  de la década de 1970, por razones institucionales, las primeras experiencias sobre la demanda de familiares y allegados del “usuario” se realizaron a través de encuentros grupales, incluyendo en algunos casos los que posteriormente dimos en llamar “procesos individuales”.

Desde los comienzos el término “orientación” como una expresión destinada a designar esta labor, no terminaba de convencerme plenamente y había razones para ello. Siempre me acompañaba la convicción- y esto debía demostrarlo-, que más que una tarea centrada en “la escucha” de los padres, hijos, hermanos o allegados, estaba intentando avanzar -por lo menos esto me proponía-, en dirección de una “clínica del toxicómano”, que no hacía sino privilegiar el modo, la vía, en como esta se daba cita en mi experiencia.

Cuando hablaba de “orientación” debía aclarar que me refería a “un proceso”, cuyo tiempo dependía de cada familia , de cada individuo y de los avatares y circunstancias de la situación actual y  la historia del  “supuesto paciente” por quien se consultaba; un cierto “tratamiento sobre la demanda” de terceros o el “toxicómano” mismo, destinado a concluir con su presencia,  o  más propiamente, con la “construcción” de una demanda ” con la cual deberíamos “tratar”, tal y como lo habíamos hecho, en su fase inicial con sus familiares o  allegados, antes de su “derivación” para  lo que llamábamos el “tratamiento propiamente dicho”.

En definitiva hacer de la relación del toxicómano con su objeto, y su relación con el Otro, un síntoma, que creara las condiciones no solo para “el tratamiento de esa demanda” sino vencer las resistencias de “analizabilidad” del sujeto como su rasgo más patognomónico. Toda la clínica centrada en la demanda de ayuda de terceros sobre la situación del toxicómano y sus consecuencias, no era sino una estrategia destinada, no solo a resolver “el problema del otro”, sino el “sintomatizar” ese punto de anudamiento no solo de la relación del sujeto con la droga sino el lugar que este estaba llamado a ocupar, como efecto de una  estructura imaginaria, capturado en las redes de un discurso, que no le era el propio.

Quiero destacar que no existe para mí una relación necesaria entre el momento de concluir ese proceso y lo que se detalla como “derivación”.

Solo en aquellos casos en que era justificado podía convenir la indicación de tratamiento, lo cual no me parecía un resultado obligado.

Los destinos de un síntoma o los avatares de un acto son siempre contingentes, eventuales y se ven afectados por una cierta indeterminación e imprevisibilidad.

Muchos jóvenes hacen abandono del consumo de drogas con asistencia psicoterápica, otras veces médica o institucional, en muchos casos sin alguna de ellas y las más de las veces “a pesar” de todas ellas, cuando no, en forma espontánea o contingente, es decir, que esta puede no responder a razón alguna fácilmente observable o definible, con las herramientas de “nuestras disciplinas” para el “diagnóstico o el pronóstico”,  como “expertos” de este campo. En nuestro caso la palabra “experto” no definía tanto un campo de “especialidad”, en como habitualmente éramos designados, como de la “experiencia” en un sentido mucho más estricto.

Hay quienes intentan una respuesta a estas cuestiones sosteniendo la eficacia de un sistema que comprende una red de instituciones por donde el toxicómano transita invariablemente.

Es en los distintos eslabones de esta cadena, o en algún punto de esa red donde este encontraría “el beneficio de la cura”.

Quizá sea interesante poder interrogar “el punto” de ese sistema en que se produce y si el mismo reconoce o no un corte real en esa línea que el toxicómano nos traza en su recorrido. Es esta cuestión lo que he ubicado en el centro del análisis de mí propuesta en cuanto a la noción de “cura” se refiere, más asociada, en el discurso oficial de nuestras instituciones de la práctica y el saber, a tratamientos del tipo “por sustitución”; farmacológica, como ocurre con algunos opioides en las estrategias orientadas a la reducción de daños o por convicción o “conversión” religiosa asociados a cualquier tipo de creencia,  o bien “por identificación” con “el par semejante” en el marco de propuestas de autoayuda, en condición de “adicto recuperado” o “exadicto”. No faltaba aquella orientación psicoterápica para el tratamiento cuyo objetivo era su “reeducación emocional” que aspirando a una cierta  “normalización”, introducía un cierto “saber”, a propósito de la vida de los sujetos, cómo sustitución del goce toxicómano. No por nada aquel espacio institucional que el estado había destinado como primer  centro modelo en Latinoamérica para  la atención de toxicómanos, donde tuvimos el privilegio de iniciar y conducir nuestras primeras experiencias, llevaba el nombre de Centro Nacional de Reducación Social, cuyo eslogan inicial para la introducción de una oferta  publicitaria versaba: “Nos interesa el destino emocional de nuestros adolescentes”. Nuestra propuesta intentó anclar sus bases en una práctica orientada en la dimensión del sujeto, y en mucho contribuyo el psicoanálisis, de mucha actualidad en nuestro medio en aquellos años. Si bien este nos era una herramienta útil en nuestra práctica, por razones justificadas nunca tuvo su debido reconocimiento en este campo, sin embargo y a pesar de ello  no renunciamos a su propuesta, la que nos obligó a una cierta revisión de sus dispositivos  y alcance de sus conceptos  para mi gusto mal aprendidos sobre su práctica, por lo menos así lo demostró nuestra experiencia. El psicoanálisis nunca fue para nosotros una herramienta de teoría aplicada, solo para la comprensión o teorización de los hechos, sino un instrumento de producción y transformación de un campo de la clínica que nos exigía una revisión permanente del alcance de nuestros dispositivos para una práctica que no podía eludir en ningún momento la cuestión de la cura sino quería ser  exiliada de las necesidades y perentoriedades tan propias de este campo de nuestro quehacer que llamamos toxicomanías.

En oportunidad de ser invitado por una ONG internacional asociada a la comisión de comunidades europeas a recorrer algunos programas de la ciudad de Paris y del sur de Francia, en ocasión de mantener un diálogo con un grupo de colegas franceses, había observado que estos contaban en su práctica con un término que se aproximaba con menos ambigüedad a lo que yo esperaba significar con la palabra “orientación”. El concepto de “acogida” en su traducción castellana, no era una expresión a la cual estábamos acostumbrados, decidí en este caso no adoptar la traducción de la voz francesa, y conservar el término de” orientación” a pesar de que ofrecía algunas ambigüedades, para definir los alcances reales de mi propuesta, si bien aún no había tomado su forma definitiva.

Había podido advertir que esta expresión no respondía sino a un término común entre los europeos para definir “un espacio de escucha” en donde no se trataba aun de la presencia de lo que podíamos llamar un” paciente”, una suerte de fase, de “estadio preliminar” y necesario a cualquier tentativa de tratamiento con pacientes toxicómanos.

Las familias qué llegaban a la consulta solo veían en la esperada atención de sus hijos una “solución” posible a lo que consideraban la causa de sus justificadas angustias.

Nada me autorizaba a dispensarles un “tratamiento”, ni medico ni psicológico que en ningún caso, y creo que legítimamente, llegarían a reconocer como propio. No eran en principio “pacientes”. Por otra parte movidos por la perentoriedad de sus actos, demandaban de mí una rápida respuesta, frente a la ausencia, o las condiciones de existencia límite de sus hijos, que en ningún caso colmaría tan exigentes expectativas, para el caso.

La dificultad en la “espera” y la exigencia que contenían sus demandas, me permitía identificar en la imagen de estos padres y el estilo de  su demanda el ya aprendido y reconocido semblante de sus propios hijos. Comprobé a esta altura de mi experiencia, y no sin tropiezos, que no se trataba aquí de responder a las falsas “urgencias” , tan  emparentadas con ese estilo propio de los jóvenes tan presente en esa privilegiada “relación” donde estos se veían sin demora “asistidos” por la presencia de su “objeto”, como paradigma de “solución” a sus angustias y derivas existenciales en su condición de sujetos sexuados.     La perentoriedad  de respuesta a  sus “exigencias y necesidades”  los conducía a “su objeto” como una tentativa de “respuesta” sobre aquello que desconocían como la “causa real” que los movía al consumo. Una pregunta que no terminaban de formularse y que no habría de ser sin consecuencias para el Otro de la demanda toxicómana.

Muchos padres llegaban a consulta esperando una razonable respuesta sobre la posible internación de sus hijos cuando estos eran objeto de una “actuación” lo suficientemente mostrativa, y del impacto de una “realidad” que no les era desconocida y frente a la cual esta vez ya no podían permanecer indiferentes.

Lo que la experiencia me indicaba es que si accedía a responder a  esta demanda no estaba sino legitimando “un pacto”, destinado a silenciar “otra verdad”, un acuerdo no explícito, llamado a ocultar la “causa real” de las dificultades que los conducía a mí encuentro.

Muchas veces demandaban de mí una “función sustitutiva” del propio rol procurando bajo legítimo argumento la solución a un problema y en consecuencia evitar lo que sentían como un difícil compromiso al cual no podían, no debían o no querían  exponerse.

Si bien se acercaban sosteniendo una demanda de tratamiento esta estaba obviamente referida a sus hijos. Sólo esperaban alguna “respuesta” sobre  aquello que suponían ajeno a su desempeño como padres.

Cuando sus hijos llegaban a la consulta podíamos advertir que estos no hacían más que sostener una demanda que aparentemente no les pertenecía, todo parecía indicarnos que por alguna vía un tercero les había solicitado que pidan. Así como sus padres, paradójicamente, venían dispuestos a pedir por y a causa de estos.

Los jóvenes parecían asignarle al “encuentro con las drogas” y al inicio en el consumo o  bien un carácter contingente o el resultado de una elección, lejos estaba de la conciencia de los mismos la existencia de una causa real, de “un determinismo psíquico” desconocido por el sujeto,  que introdujese alguna racionalidad en lo que sostenían como relación o dependencia de ese “objeto”, en definitiva lo que llamábamos en nuestra jerga “un síntoma”.

La búsqueda de esta “racionalidad”, de este determinismo y sus causas, no estaba tanto del lado de los padres, de aquellos que traían la incertidumbre sobre los hechos, como  del profesional consultado, el joven no necesitaba en modo alguno justificar su causa.

Ahora bien ¿qué es lo que hacía que llegara a la consulta presentándose con motivo de un deseo que no era el propio? La experiencia me indicaba que en estos casos algo no quería ser reconocido del todo a través de lo que ocultaba ese argumento: el joven, en su condición de toxicómano llegaba a la consulta trayendo “el fracaso” de su relación con el objeto. La “crisis”  asociada a su toxicomanía no se presentaba sino como “un tropiezo” en esa particular “relación de amor” que le unía al objeto. Este había empezado a “fallar”, no era sino el signo de “un desencuentro”, algo no solo “no encajaba” en “su práctica” como toxicómano, sino que “desencajaba” toda la existencia del sujeto.

Lo que sostenía la relación con “la droga” no debíamos atribuirlo a las bondades químicas o farmacológicas del producto, este bien podía ser variable, o sustituible. Su resistencia a “donar”, a entregar el objeto, a su pérdida, a  separarse del mismo, no radicaba sino en lo que ese objeto “representaba”, tanto para sí mismo, en tanto objeto de goce,  lugar de identidad y “reconocimiento”,  como para el Otro,  donde el sujeto parecía constituirse”.

En oportunidad de visitar un programa de asistencia para toxicómanos, en la “Provenze” francesa, su director, que era un educador, me expresaba que no era una dificultad para él que los jóvenes se acercaran al programa con motivo del deseo de sus padres o de algún allegado : “Cuando un joven viene a nuestro encuentro -me decía-, y justifica su presencia en la angustia o el deseo de un tercero, y viene a decirme que no espera particularmente nada de nosotros, le tengo que confesar que me causa gracia su argumento y  luego de reírnos un buen rato juntos, el joven ya sabe que es hora de ponernos a trabajar”.

Mi interlocutor no hacía sino confirmar con palabras que se desprendían de su experiencia, lo que ya habíamos podido comprobar y es que el joven con su presencia ponía a prueba la capacidad de ese otro para comprender el sentido de su demanda y su “desencuentro”. Lejos de suponerle le desuponía un saber sobre aquello que en modo alguno quería reconocer. No era sino una escena suficientemente mostrativa, al modo de un desafío, orientada a interrogarnos sobre el valor y alcance de tan frágiles argumentos. La ironía y el humor, como lo había advertido nuestro educador, ponían al descubierto al verdadero sujeto de la demanda.

Había podido observar muchas veces, que no eran los profesionales de la salud lo que estaban en mejores condiciones de percibir con más claridad estos “desencuentros” frente a otros trabajadores del campo social, la educación o la autoayuda, basados en el conocimiento que solo podía aportarles la experiencia. Todo parecía indicarnos, y  muy a pesar nuestro, que los preconceptos de la teoría y la “construcción de conocimiento” paradójicamente, en este caso, parecían estár al servicio de una resistencia a poder ver lo obvio de lo que encubría y ponía en juego  su demanda.

Otras de las modalidades en como los jóvenes llegaban a consulta, dejaba indicado que el carácter de la relación con el “producto” no llevaba consigo el signo de “un encubierto fracaso”, o ese mencionado desencuentro, muy por el contrario nos encontrábamos con que la elección de ese objeto había alcanzado un no advertido “beneficio”, y que no hacía sino traer por esta vía a   nuestro encuentro lo que, habíamos dado en llamar la (a) dicción del Otro. Aquello que por  su condición de inconsciente para el “sujeto de la demanda”, tanto para el toxicómano como en nuestro caso para los padres objetos de su demanda,  estaba impedido, imposibilitado de ser dicho, sin representación significante, tan indecible como  indecidible para el sujeto.

La experiencia había demostrado que el joven encontraba en la droga “una solución” transitoria, aunque eficaz, a sus angustias e incertidumbres y muchas veces un canal privilegiado para conducir “un mensaje”, o “metamensaje”, que en todos los casos conllevaba una fuerte demanda, una forma de golpear a la puerta de un “otro” que por razones que desconocíamos, parecía no estar en condiciones de atender “su llamado”; orientado muchas veces a la figura del padre o cualquiera de las metáforas que lo representan en el campo social, no hacía sino denunciar, alguna falla significativa en su entorno tanto familiar como social. Una denuncia puesta en acto que parecía indicarnos permanentemente, que algo, o alguien ahí no hacía a su función carente de toda legitimidad y representación.

La “actuación toxicomanigena” “actualizaba” por la vía de la presencia del “objeto” y su puesta en acto, lo que siempre había estado presente en la relación entre ese hijo, su padre, o  cualquier sustituto de su función en el contexto familiar o el campo social en el cual se representaba

Víctimas de la propia impotencia para dar respuesta a los interrogantes que suscitaban las “actuaciones” de los jóvenes, los hechos no parecían diferir de  circunstancias vividas en otros momentos de  la historia de la relación con sus hijos, y  que  habían sido desatendidas, pero que no llevaban consigo el signo de “la droga” y el peso de significación que revestía para ellos el solo hecho de pensar en un hijo “toxicómano”.

En muchos de nuestros casos, el joven había encontrado en “la droga” un objeto “privilegiado” para conducir su mensaje y apelar a esta  presencia. La experiencia había contribuido a demostrar que ésta “convocatoria” no era indiferente a la  ocasional “figura del padre” que acuciado por los avatares de la vida familiar y laboral, esta vez, parecía no poder desoír ese “llamado” cuando el mismo era evocado por la comparecencia de ese “objeto”. La “droga” aparecía en la experiencia de los jóvenes como un significante “mediador”, y lo suficientemente “revelador” en el Otro, para conducir su mensaje, y denunciar ahí “su falta”, su ausencia. Otro estilo del decir sobre los hechos de su historia, que el joven habría mudado en acto, y nuestra tarea no era sino  descifrarlo  y  ponerlo al descubierto.

Los padres resistentes a abandonar los propios “argumentos” sostenían a propósito de la problemática de sus hijos, la necesidad de un saber, una forma de ponerle palabras a lo que no comprendían, de poner un límite , de resignificar  esa experiencia que les atormentaba.

La toxicomanía, lejos de constituirse en una legítima pregunta, apropósito de un mensaje siempre revelador, sobre el lugar que estaban llamados a ocupar, se había convertido no tan solo en un “legítimo argumento”, sino en la más cabal “respuesta”, como lugar de la “causa”.

No traían a consulta sino una problemática que delegaban en los jóvenes y que tarde o temprano, en el marco de nuestra propuesta, no  habrían de evitar reconocer como propia.

Lo “imposible” de decir y de escuchar dentro de esa experiencia que compartían con nosotros hacía de estos, verdaderos esclavos de su propio argumento. Sujetos de la dependencia de sus hijos, habían hecho de esas “actuaciones” un acto revelador de como  se veían sometidos desde siempre. Los afectos parecían independizarse de las palabras y las intenciones de los actos.

Muchas veces llegaban a nuestros encuentros habitados por un sentimiento de culpa que se expresaba en un insistente autocuestionamiento de sí mismos, o bien, como objeto de las severas críticas de sus hijos.  Refugio imaginario que los encadenaba a un pasado que no podían redimir frente a lo que creían irremediable, sentimientos que tomaban la forma de una condena “superyoica” invadidos muchas veces por una deuda impaga con sus hijos o por el sentimiento de culpa. No era sino el revés, la otra cara  de la impotencia, y muchas veces nos señalaban el camino de su justificación; nada más ajeno a lo que ese joven podía esperar de sus padres sometidos por la tiranía de su objeto y el sentimiento de culpabilidad.

Mi posición era muchas veces “complaciente” y por sobre todo buscaba que estos puedan autoafirmarse. Esperaba verlos muy pronto más seguros de sí mismos, más aún cuando sabía que un inesperado cambio en sus sentimientos, en la forma de pensar y en sus actuaciones como padres, tendría consecuencias en las respuestas que estos podían esperar de parte de sus hijos.

Más allá de las razones vinculadas a la experiencia, que justificaban mi actitud, todo parecía indicarme que este “sentimiento de autoafirmación” funcionaba como una forma de acusar recibo sobre algo que estaba muy presente en la vivencia subjetiva de los mismos.

A riesgo de encontrarme con un resultado no esperado, decidí de todos modos, guiarme por estos “sentimientos”, si se quiere “contratransferenciales”, al mismo tiempo de mantener una serena observación sobre sus consecuencias y resultados.

Tenía la certeza de que la omisión de una regla, tan “fundamental” en cuanto mi neutralidad no sería sin contratiempos pero decidí correr el riesgo, dado que, como ya lo he puntualizado más arriba, nada me autorizaba a otorgarles ese lugar – en muchos casos tan ajeno a sus propias experiencias -, en que estos podían ser calificados como “pacientes” y mucho menos psicoanalíticamente hablando.

Nuestra labor parecía tener  directa influencia en la relación con sus hijos, pero no la habría de tener menos sobre los lazos de la pareja parental; habíamos comprobado que el resultado de ese particular “llamado” sobre “la presencia del padre”, acorde a un modelo parental binario, no era algo tan solo anhelado por el hijo sino que encontraba su correlato en el deseo materno, como un modo o prótesis de auxilio.

Muchas de ellas parecían sobrellevar sobre si mismas los destinos de un “doble rol” frente a “un padre” que agobiado por el sentimiento de impotencia no hacía más que refugiarse en la negación, la indiferencia, el perdón o la justificación de sus actos.

Muchas veces estas conductas formaban parte de un acuerdo compartido por la pareja, puesto al servicio de “un pacto” que parecía tener como destino la ocultación de alguna otra “verdad” que se reflejaba en las actitudes y actuaciones de sus hijos. Consciente de esta demanda el padre parecía reconocerse como objeto de un reclamo al que muchas veces no podía renunciar sino al costo de su propia estima y autovaloración.

Destinatario de los reclamos de la madre y su hijo en condición de toxicómano aparecía expuesto al reconocimiento de un “Otro”, en nuestro caso el terapeuta, que confirmaba la existencia de un lugar que nunca había terminado de hacer  propio.

El “poder” estaba ahí, no necesariamente como algo con lo cual podían o no contar, “tener o no tener”, sino como un gesto propio, un atributo inherente  a su conciencia de ser, a  su condición de  padres, a  esos padres que, para sorpresa de muchos,  podían ser.

De esto se trataba, frente a la “canalla toxicómana”, como si ese “sin vergüenza” que se alimentaba de las debilidades e   impotencias del Otro, de las incertidumbres, de las dudas y contradicciones, de las culpas y transgresiones, de los extravíos y desencuentros, de la fabulación y  la mentira, de las disfunciones y  falsas definiciones, de la declinación de un orden insostenible, de una estructura de discursos y creencias que siempre supo poner al descubierto su ausencia a través de sus contradicciones e  inconsistencias.

En esto radicaba todo el “poder toxicómano”, pero fundamentalmente, en aquello que el “otro”, se negaba a escuchar,  “a rendir cuentas” , a  reconocer sus arbitrariedades e incertidumbres, en definitiva sus “debilidades”, es el “sujeto del Otro”, extraviado , desencontrado con su lugar , con el ejercicio de una función, que en los tiempos de los “Nombres del Padre” (Lacan), de sus metáforas, de su más radical declinación, hemos llamado con el nombre de (a) dicción del Otro, ese imposible de decir y como consecuencia de poder escuchar y que  es inconsciente. Todo eso es lo que esta interrogado en el “acto toxicómano”, es la pregunta por la alteridad, por un saber y la legitimidad en que se sostiene su verdad. “Saturando todos los sentidos” se ha permitido interrogarnos, como ningún otro lo ha hecho hasta hoy.

Cuando estos, los padres,  descubrían tener en sus manos la posibilidad de dar respuesta a lo que hasta entonces habían depositado en “nuestro lugar”, como portadores de un “supuesto saber hacer”, sobre un “imposible” para ellos frente a la actuación toxicómana de  sus hijos,  no estábamos sino asistiendo a un tan anhelado por nosotros, como esperanzado y reconocido ejercicio para ellos.

A que apelaban, sus hijos, en muchos casos, transitando una multiplicidad de escenarios del “teatro” social, sino a esta “función” de acotamiento, de segamiento, en ese encuentro con la figura de “la ley” representada en la persona de un juez, que muchas veces sobrepasados por los límites de su ejercicio, demandaba de nosotros, terapeutas, “especialistas”, o  de la institución de salud, una verdad distinta, renovada, diferente, de lo que contenía lo acumulado por esa ciencia de administrar la ley entre los hombres, en los extraviados  márgenes y contra márgenes de la legislación de drogas de nuestro tiempo..

Hemos sabido sobre la dificultad de nuestros jueces, como si la impotencia de este discurso marcara por todo lo que hay de demanda en el acto del toxicómano; lo “(a) dicto”, lo imposible de decir, lo ignorado, lo que no tiene “representación” en esa figura de la ley. No se ha hecho ahí presente sino para denunciar una vez más lo que de ese saber se sostiene como falso. Y no es sino por lo que ahí está llamado a “fallar”, en nombre de la ley, que llega a nuestro encuentro, a nuestras instituciones de salud.

¿No éramos conducidos a este ejercicio, en cuanto depositaban en un “supuesto saber de especialistas” el destino de la vida de sus hijos o encausados?

¿No es después de todo lo dicho la “toxicomanía” en tanto acto una forma privilegiada, de designar aquello que por alguna vía interrogaba la esencia misma del ideal, “del padre” como nombre, como representación, como metáfora y su función en la escena social?

El sujeto real de la “(a) dicción”: “un padre” sin palabra, un juez sin sentencia que exhibe toda la fragilidad y declinación de la institución que representa. Lo descubrimos en el fondo de ese abismo al cual se precipita la existencia del sujeto; “la falta del padre”, ese agujero sin nombre de la” (a) dicción del Otro”, que con el signo de la angustia se desliza por la pendiente sin límites de su fallido ejercicio.

Una tal afirmación, que intentaremos fundamentar más adelante, no solo tuvo inmediatas consecuencias sobre muestra labor, sino que esta encontró su principal proyección en la construcción de “una nueva propuesta como  alternativa” tanto para la práctica clínica de lo que llamábamos “el tratamiento del toxicómano” como para “la prevención”, concepto sino ajeno, exiliado del campo del psicoanálisis, dentro de un dispositivo clínico para su intervención sobre la demanda institucional y social, conceptos que tan sólo hemos diferenciado operativamente y a los efectos de circunscribir, tiempos y espacios  para la intervención en este campo de la demanda.

Debíamos avanzar en dirección de una tentativa de desinstitucionalización de la práctica como saber “instituido”. Desandar ciertos discursos aprendidos de la “oficialidad” institucional que habían hecho escuela, una forma de aproximarnos a esta experiencia, con mínimos preconceptos, “desprejuiciados”, si se quiere y advertidos de la influencia de corrientes de opinión que podían hacer obstáculo o trabar la iniciativa, sobre un modelo diferente para la comprensión e intervención de nuestro quehacer, como “experimentados”  en este campo.

Si bien éramos objeto de crítica a propósito de la no introducción de un discurso que privilegiase “lo social”, en términos de una  “intervención colectiva” o de “masas” , cuando hablábamos de la “prevención” en ámbitos que así nos los exigía; no lo éramos menos cuando nuestros circunstanciales interlocutores se presentaban como los fieles defensores de distintas escuelas y  corrientes de opinión, que esta vez parecía cuestionarnos que habíamos perdido de vista la dimensión “psicopatológica”,  nosografía o pre mórbida , la noción de “estructura clínica” o la llamada  “personalidad del toxicómano”, sumado a los caracteres propios tan patognomónicos de su grupo familiar, según sea el caso o la escuela que cada uno de ellos  representaba. No había error u omisión sobre lo que podíamos entender de la subjetividad del toxicómano en tanto sujeto de un  padecimiento, sino una suerte de “parentización”, de suspensión del juicio sobre todas estas cuestiones, en función de los objetivos y metas que nos habíamos propuesto, para su posterior fundamentación sobre un modo distinto de dar cuenta del problema  toxicómano y su relación con el Otro, ya sea para su tratamiento como para la “prevención” de su acto.

No era sino la tentativa de construcción de un concepto que nos permita no solo una mejor comprensión de nuestro “objeto”, el toxicómano y su relación con el Otro, para el alcance de nuestras intervenciones, sino el lugar del psicoanálisis, como nosotros lo entendíamos  e intentamos justificarlo en este campo tan exiliado de su práctica, en aquellos primeros años de la década del ochenta (1980)

No era sino una fase preliminar a la constitución del síntoma, una clínica del y en torno al acto toxicómano y de su relación y consecuencias para el “Otro”, sobre el cual nuestra práctica no estaba en modo alguno  exceptuada. Pronto pudimos advertir que esta intervención sobre la “alteridad” del toxicómano no era un tema menor en nuestra propuesta, tanto para su toxicómano como para el Otro social y sus instituciones.

Estas otras corrientes de opinión no eran sino formas de un discurso tendiente a sostener la “pluricausalidad” del “acto” en todos los casos articulado a una suerte de “determinismo psíquico y social”, en lo genético, en lo constitucional, en la vida individual o de la historia personal, que “nominaba” y categorizaba con los recursos de una “psicología individual” a  aquel que “se identificaba” y era “identificado” por su objeto y reconocido por el Otro social, como toxicómano.

Para nosotros, sin embargo, el “acto toxicómano” y  “su práctica” la toxicomanía, que no eran lo mismo, y diferenciado del concepto de “adicción” o dependencia,  se nos presentaba, en el horizonte del Otro, como una “forma discursiva” que sobrevolaba la epidermis del cuerpo social y encarnaba su nombre, como metáfora, ahí donde este exhibía una “perdida”, o falta  significante, como falla, error o  mutación, en el plano de la representación   de los discursos que lo representan en el marco de lo que llamamos instituciones. Siendo el toxicómano, como sujeto encarnado y representación “un efecto de estructura” capturado en las redes de ese mismo discurso. Desde el familiar, en nuestro ejemplo, pasando por el de  las instituciones: educativas, de la salud, del campo jurídico y social, del poder y   la seguridad,  de la política y del “saber”, lugar este último, donde estamos, particularmente interrogados y convocados atraves de una suerte de “auditoria”, puesta en acto sobre nuestra práctica profesional, lo que nos obligaba a una revisión permanente de sus resultados.

Este es el desafío del toxicómano, y también el nuestro  desde ese incomodo, pero  inevitable lugar de “expertos”, en este campo. Me pregunto si somos capaces de poder escuchar “otra cosa”, de asumir sus consecuencias, de reconocer lo que nuestro toxicómano ha venido a denunciar, a poner al descubierto,  sobre nuestra práctica, como “especialistas en generalidades” (¿que no es sino una mirada multidisciplinar?), o como analistas de “singularidades”, dispuestos a “declinar” la metáfora de su acto, como el verbo más descarnado de nuestro tiempo.

Esta letra muerta, necrosada de la trama del discurso social, y de nuestras instituciones constituía el espacio privilegiado por donde se introducía una cierta “ortopedia” de la función simbólica, que el “sujeto de la toxicomanía”  no solo denunciaba, sino que ponía al descubierto a los ojos del Otro, como sujeto de la (a)dicción

Lo confirmábamos en el toxicómano cuando su estatuto en la escena social se sostenía apendicularmente como “un producto” lo suficientemente mostrativo y calificado por ese mismo discurso, a horcajadas entre el relato médico y el jurídico parasitando el psicológico, lo político, social y de la seguridad, sobre ese sujeto que juzgamos  “diferente”, a pesar de su proximidad  similitud y especularidad de sus formas.

Nos interesaba investigar como operaba esto en la experiencia de nuestros pacientes y que efecto de sujeto ahí se producía como resultado de este discurso y su correlato como posición subjetiva.

El toxicómano no era sino el producto de una construcción  y lo que calificábamos como la “decadencia del padre”, como representante del Otro, una expresión metafórica referida a ciertos puntos de ruptura, de necrosis, que localizábamos en la maya discursiva de ese mismo sistema de discursos.

“La droga” no es tan sólo un objeto, una producción  química sino un  una construcción significante, una palabra, una categoría jurídica o médico farmacológica que aparece en nuestra experiencia y en la del toxicómano como un tentativa de respuesta crucial, encerrando una apariencia de “saber” a propósito de una incógnita, sobre la cual el sujeto de “la ciencia” o de “la adicción” en el sentido antes referido como sujeto del inconsciente, no puede dar cuenta.

Pronto advertimos que todo nuestro esfuerzo estaba destinado a interrogar esta función diferenciándonos de las “respuestas” que el toxicómano y su familia sabía encontrar en la mayoría de las propuestas existentes para su “rehabilitación” o “recuperación” para el mercado social.

Una tal “ortopedia” significante, que muy poco se diferenciaba del alcance y función de la droga en la vida del toxicómano funcionaba como una prótesis sustitutiva,   tendiente a sostener la “mascara toxicómana”, como el revés de la identidad del sujeto.

Arquitectura significante, signo, que “el sujeto de la adicción”, introduce por la vía del discurso social o de la “ciencia”. Muchos programas para la rehabilitación y prevención no están sino concebidos para sostener “el objeto de la toxicomanía”, es decir, la “toxicomanía como objeto”, puesta al servicio de un sistema que procura sobre ese enunciado, y su nominación, sobre esa categoría médico-jurídica, la “fetichización” de su uso y de su función social.

El sujeto denuncia la inconsistencia del discurso que lo representa y hará de su acto una expresión fallida tendiente a romper con la iatrogenia especular del mismo sistema que lo produce, sostiene, parasita y del cual depende.

Si el consumo de drogas en el toxicómano, decíamos, se presenta como, la metáfora de  una “apelación” de “un cuestionamiento” “al lugar del Otro”, al de nuestras instituciones y con esta expresión queríamos metaforizar a su vez  una referencia, inherente y estructural al sistema de discursos que lo comprende y  representa, no podemos menos que reparar en el estilo de su respuesta, la del sistema, frente a tan desafiante indagatoria.

Ese Otro, “sujeto de la demanda” referente empírico de nuestra propuesta, está en una primera línea, de avanzada, ahí en el comienzo de esa trayectoria. El toxicómano se ha lanzado a su búsqueda y apela a la presencia de su “deseo”,  por el sesgo de la angustia, como garante de un “poder” que en su ejercicio le otorgue todo su reconocimiento como sujeto de un deseo.

Esa figura del “padre”, como el “Otro sujeto” o “sujeto del Otro”, es interrogado en la impostura de su acto, se encuentra ahí, pronto a desvanecer, en “el límite de su existencia” y por la vía de un discurso que no le es propio y que preexiste al toxicómano, reclama el ejercicio de un poder, que dé respuesta sobre aquello que ha escapado a su control, en esencia a su condición de ser.

Es el discurso de las disciplinas jurídicas o la ciencia médica el destinatario de esta demanda en tanto que lo que sostiene el argumento del padre es competencia de la salud, del “acto médico”, y también de la ley.

¡Vaya contrasentido!. Nuestro profesional, el médico, no ha conocido aún en el vademécum de sus prescripciones fórmula capaz que conduzca a la cura de su toxicómano. ¿Cómo responder desde ese catálogo a un “exceso”, a un abuso farmacológico, a una “farmacofilia”? El toxicómano, “con vocación farmacéutica”,  lo ha condenado a su exilio.

La medicina encuentra ahí su límite; pero solo responderá si así se justifica desde la salud médica del paciente o la intervención toxicología; pero no podrá con lo que califica como “la adicción del sujeto”: que no representa sino lo imposible de decir de ese discurso de la práctica médica que se extravía frente a lo que mal supone ahí, su objeto.

Pero nuestro médico clínico finalmente concluirá: “la adicción a  las drogas, su dependencia no es una cuestión de nuestra práctica”. Cuando procura un ejercicio forzado de su función paga inexorablemente su costo, aventurado por un camino que tarde o temprano denunciara toda  su impostura.

Nuestro médico, sin embargo sugerirá la “consulta psicológica”, es lo  de esperar. Y la pregunta del padre, lo que éste hace causa de su demanda, tropieza una vez más con la impotencia de otro discurso.

Nuestro paciente no espera demasiado de este nuevo personaje, el psicólogo, es más, se muestra resistente a consultarlo, muy a pesar de las exigencias y presiones familiares y suponemos tiene una buena razón para ello.

Nos enteramos que el joven ha sido víctima de una sobredosis, “su llamado” tiene como destino esta vez la guardia hospitalaria de urgencia. Se efectúa entonces la interconsulta de rutina para estos casos.

El médico llevará a cabo la desintoxicación clínico-toxicológica y tratará los efectos residuales de su abstinencia al fármaco, luego el control psicofarmacológico de costumbre y a las 48 hs sino media contraindicación médica tendrá su alta.

Pronto advertirá que sus procedimientos no han sido suficientes, no ha pasado una semana y nuestro paciente ha vuelto a tocar a la puerta del servicio de urgencias, sin que se haya  comprendido la causa real de su “repetido”, de su tan obcecado y provocado episodio. “¡No has comprendido nada!, denuncia su acto. El especialista sugerirá una vez más la asistencia psicoterápica pero las resistencias del joven conducen a su padre a una renovada instancia: es así que llega a la justicia – esta vez necesita creer en ella -, demandando un límite a tan desmedidas e incontrolables actuaciones que no solo revisten un riesgo para sí mismo sino también para terceros, el cual es su principal destinatario.

Pero como el padre, esta vez el juez también “falla” y es en nombre de  lo que le es  delegado, depositado y que no termina de conciliarse con el lugar que representa.

Nuestro magistrado ha resuelto abandonar los principios de su práctica jurídica para acceder, como una ironía del destino, al encuentro con una problemática que se resiste a administrar, alienado en los artículos de un código, que en nada representa al toxicómano,  traiciona o fuerza su letra, para hacer de la ley y su sanción una “prescripción terapéutica”  para su derivación.

Avancemos un poco más. Nuestro supuesto toxicómano llega a la institución de destino, realizará una “evaluación psicológica” para su admisión, indicada por el juzgado, dadas las características del caso se obvia la prescripción de internación y se sugiere un tratamiento ambulatorio los efectos de inducir al  supuesto paciente a la cura.

Una vez en consulta, el psicoterapeuta, este nuevo personaje, advierte la imposibilidad de conducir y sostener  ese proceso introductorio a la  cura – y no dudamos que tiene razones para ello -, catapultado a las redes de “lo obvio” terminará concibiendo, en el peor de los casos, un espacio destinado a legitimar “la impunidad del encausado”, aceptando  su condición de “paciente” o bien, frente a una tal resistencia, renunciará a su “cliente”, justificando los límites de tan “incomprensible ejercicio” para su práctica  profesional: “Es poco lo que podremos hacer si nada espera de nosotros” versará su informe a la justicia.

Finalmente nuestro toxicómano terminará aprobando un nuevo saber, una verdad que no le es ajena a su experiencia, a la cual transitoriamente decidirá aferrarse. Es el “grupo de autoayuda”. Espacio social donde el sujeto se reconoce en razón de aquellos significantes que lo designan y promueven.

Esta vez “objeto” y adicción, la droga y su dependencia, son términos que se conjugan en un mismo discurso.

Consumidor de drogas, médicos, jueces, curadores, psicólogos, “exadictos”, “referentes pares” y “toxicómanos en recuperación”, nuestro “cazador”, nuestro “reducidor de cerebros” transita  su juego “gibarista” por un laberinto “especular”.

Su “drogodependencia” se ha mudado en “adictomanía”. Si hasta ayer la droga era “un bien”, como “ideal”, como “solución”, al servicio de la adicción del sujeto, hoy su “nuevo objeto”  es ese “imposible de decir” que oculta su manía por el bien, negando su verdad. En su intento de ruptura, en ese “divorcio” temporario con el Otro, regresa de su exilio, con la ambición de reeducar el “goce” toxicómano, en su nueva nominación: “Exadicto” recuperado para el Otro, algo se ha perdido pero no el “poder”, en su relación con el mundo toxicómano. La sustitución del objeto por otro significante es su nueva “acta de nacimiento”, metonimia de nombre y  de una nueva servidumbre.

Lanzado a la búsqueda de la figura de  “un padre”, como “lugar del Otro”, termina barriendo con la impostura de todos los discursos que metaforizan su función en el campo  familiar, jurídico, médico, social, y de la ciencia.

Este “barrimiento”, por “reducción”, esta idea del toxicómano como “agente” de una interrogación, operación que pregunta por el lugar del Otro, el que lanzado a su búsqueda interroga su legitimidad,  la consistencia o inconsistencias de su función en el campo social ,institucional y de “nuestras representaciones”, el que pregunta por  el lugar del saber y su relación con la verdad, es el que nos ha conducido a concebir una clínica que haciendo foco en la angustia del  “Otro” y su demanda  no habría dejado de tener consecuencias para su “agente” y a nuestro juicio, su mayor alcance y destino :  nuestras instituciones.

En nuestra experiencia fue en su comienzo la familia, institución que con su demanda traía la “interrogación toxicómana”, bajo la forma de un pedido de ayuda; posteriormente, lo fueron todas las instituciones, desde las educativas, pasando por las judiciales, las de la salud, las profesionales, las del trabajo, y  la empresa, las de seguridad, las religiosas, las organizaciones comunitarias y finalmente “la política”, bajo sus distintos representantes: intendentes, diputados, gobernadores y hasta el poder ejecutivo requirió nuestros servicios, atraves de sus secretarias y comisiones del estado destinadas a este fin.

Esta nueva fase de la experiencia abrigó un nuevo campo, el de las instituciones y la política, conduciéndonos a diseñar “un nuevo dispositivo”, que no se diferenciaba en mucho de los espacios destinados al trabajo con los procesos de “Orientación” que llamábamos “familiar” .Esta vez se trataba de las instituciones que llegaban a nuestra consulta, acercando su “demanda” de orientación, asesoramiento o ayuda muchas veces asociada a “situaciones problema” vinculadas al “uso indebido de drogas” o conductas de abuso o dependencia y sus consecuencias  dentro del ámbito áulico cuando se trataba de la educación , el pabellón carcelario, cuando el tema era la  seguridad de los internos del servicio penitenciario , el juzgado, civil o penal y los problemas vinculados con sus encausados, o una comunidad apremiada por el consumo de los jóvenes , el narco menudeo y sus consecuencias. Si bien en todos los casos había buenas razones para la consulta muchas veces estaban encubiertas o justificadas bajo la forma de un pedido de “prevención”, sin motivos ni urgencias aparentes, más que el argumento y la preocupación por el destino emocional y la salud de los jóvenes o cualquier otro tipo de población que se juzgara “de riesgo”. Las razones parecían suficientes pero no siempre estaban justificados sus motivos.

En estos casos la palabra “orientación” fue reemplazada por la de “asesoramiento” para atender las demandas del ámbito, profesional, institucional y/o  comunitario. El psicoanálisis había incursionado en  un espacio poco familiar a  su práctica y especialmente cuando se hablaba de prevención, y si no fuera suficiente, de las toxicomanías.

Es curioso que en el marco de una práctica, como lo es el psicoanálisis, de lo “imprevisible”, de lo “inanticipable”, de lo “contingente”, de “singularidades”, del “caso por caso”, estábamos  hablando  de “la prevención”, concepto siempre asociado en su concepción de discurso hegemónico  oficial,  a un modelo colectivo de intervención o a  “una acción de masas”, cuya única motivación siempre era la “política” de nuestras instituciones, porque no hay concepto de prevención que no se sostenga y justifique en un “discurso político”.

El toxicómano hace hablar al Otro, ese que siempre en su decir cuando  habla de drogas y su toxicomano habla de “otra cosa”, y que como metáfora es  metamorfosis del sentido de lo que al mismo tiempo que no puede ser dicho,  se satisface en el decir, para perturbar su significación; es de esta turbación que habla la demanda, cualquiera fuere ella y de quien provenga, cuando la ciencia lo silencia. Discurso que como el goce toxicómano, nada dice para sí, sino para el Otro, ni para nada sirve, solo para no escuchar, lo que ahí falta decir y ya no es posible callar.

Es prudente licenciar al toxicómano de la nosografía, de cualquier esbozo psicológico o psicopatológico del sujeto, cerniendo en la enunciación de la demanda el goce encarcelado, en su padecimiento, en el agujero de un saber imposible, no solo sobre lo que el toxicómano viene a “mostrarnos” en cuanto a su  “privacidad”, como sujeto privado del mundo, sino lo que pone al descubierto de nuestras instituciones y de quienes la representan, eso que he llamado la (a) dicción del Otro.  De ello depende el sujeto y es inconsciente, en un sentido estrictamente freudiano.

Pareciera ser que esa crisis de representación, tanto en el orden de las metáforas del padre, de la autoridad como de la ciencia, la única certeza es el goce, es en la pérdida, como ocurre en los sueños, de la representación del yo, donde el toxicómano puede decir: en ese acto  soy. Es en ese desvanecimiento  donde el sujeto  aparece como “ser” ahí donde se pierde para el Otro.

Es necesario desinstitucionalizar la escucha para que su palabra no parezca denegada frente al arbitraje de una “razón”, que pretenda domesticar la verdad bajo el dominio de un supuesto saber de especialistas. Lo que otrora le ocupó a la histeria le cabe hoy a la drogadicción.

“Que era la “histérica” en el siglo XIX sino una categoría inventada por Charcot, para convertir en tema médico los conflictos que oponían a las jóvenes de entonces con el entorno de la sociedad victoriana de su época. Hoy la histeria ha desaparecido en su formulación clásica, lo que nos trastorna ha evolucionado”. (1)