Project Description
«De las Toxicomanías»: Una Clínica del otro.
Bruno J. Bulacio
Doctor en Psicología. Ha trabajado desde comienzos de los 70 sobre una clínica de las Toxicomanías en el marco del Psicoanálisis y basado en las conceptualizaciones de su práctica. Autor de «De la Drogadicción. Contribuciones a la Clínica» (1983). «El Problema de la Drogadicción. Un Enfoque Interdisciplinario» (1988). (Ed.PAIDOS). Director del I.D.I.A., Instituto Interdisciplinario de Investigación y Asistencia, integrante de la Red S.O.S. Drogue International (Paris, Francia)
Con motivo de una visita a la Universidad de Brasilia, soy invitado a realizar la supervisión de un programa de orientación en drogas y atención de toxicómanos, dependiente de dicha universidad.
Entre otras cuestiones traídas al control los profesionales me comunican su preocupación por «la falta de permanencia y continuidad de sus pacientes en tratamiento», dado que se había observado un alto grado de deserciones durante los últimos meses. Estos procesos frustrados o no iniciados que designaban con el nombre de «tratamientos» ¿respondían en realidad a la voluntad e intención de quienes consultaban en el Programa?.
Les invito a que reflexionen a propósito de esta pregunta a la luz de los resultados que ellos podían observar en su experiencia.
Todos parecían coincidir en que era muy difícil trabajar con estos «pacientes», quienes en apariencia «no demandaban» de asistencia. Pero lo que aquí se interrogaba no era tanto la forma como éstos se presentaban, si existía o no lo que llamamos una «demanda de tratamiento» sino lo que en todos los casos se esperaba de ellos como pacientes – según las necesidades del Programa -.
«¿Pueden ustedes hablar de «permanencia y continuidad de un tratamiento» cuando no están aún ciertos siquiera de asignarles a quienes han llegado a la consulta el estatuto de pacientes?»
Pronto creí advertir dónde podía radicar su origen, la causa de esta «falta de Permanencia y continuidad» de los jóvenes en consulta, al interrogarles sobre el funcionamiento administrativo y la fuente de recursos para la financiación del Programa.
Me comunican que la Universidad mantiene un convenio con la institución que debe ser renovado periódicamente y que de éste depende su «continuidad y permanencia».
…«Dependemos del criterio de la Universidad, de lo que esa comisión evaluadora entiende sobre los resultados de nuestro trabajo. Es muy difícil hacer valer lo que pensamos, sobre la clínica con toxicómanos, se nos demanda resultados, estadísticas… éstas parecen ser las reglas del juego»…
Algo parecía reproducirse en los resultados de esa experiencia. Los abandonos de tratamiento eran la contracara de los argumentos imaginarios del grupo a propósito de «la no permanencia y continuidad» del Programa. No era sino la puesta en escena que denunciaba la adicción a, o bien de, un sistema que los enajenaba a una opinión académica no calificada, y de quienes ellos dependían.
Se habían encontrado con lo más propio de esa problemática por la cual llegaban a consulta aquellos que se declaraban toxicómanos: La dependencia a un sistema que no los representa, sino por el lugar que les designa.
Se podía observar a nuestros colegas apresurar la concreción de los «contratos de tratamiento» de quienes iban a su encuentro las más de las veces asintomáticos o conducidos por la angustia de los padres o la exigencia de algún tribunal que imponía por oficio la atención médica de su encausado.
Enajenados a una voluntad que no era la propia y sin conciencia de esa otra demanda que los conducía a la institución, destinatarios directos de esta colusión, terminaban perdiendo su «paciencia», era entonces de prever las consecuencias del caso. No pude dejar de comunicarles que me resultaba «saludable» la respuesta de los jóvenes.
«¿No les parecía suficiente límite el lugar al cual eran conducidos sus pacientes, esta vez no sólo objeto de la impotencia del padre, (esa otra demanda) que no resuelve nada, sino que siempre parece esperarlo todo del otro? ¿O es que para ustedes mismos una vez más ahora también se trataba de esperarlo todo de esos pacientes? Es en cierta forma lo que estos jóvenes no pueden soportar, quiero decir simbolizar, así y como tampoco lo soportan ustedes, no por nada han traído este tema hoy al control.»
No podían advertir que la clínica de un toxicómano no se sostiene tanto por la «demanda de tratamiento» de quien así se declara, como por el tratamiento de esa otra demanda, que en la medida que puede ser escuchada los conducirá a lo que ya he referido en otro lugar como la a-dicción del otro, lugar donde articula y soporta su significación el acto del toxicómano, lo que más arriba he nombrado con esa metáfora de la «impotencia del padre», aquello que hace a su servidumbre y que designa lo que en el otro se ve privado de representación, extraviado de su función y del ejercicio de su poder real.
¿No son estas cuestiones acaso las que me he visto obligado a desandar frente al argumento que sostiene este pedido de supervisión a propósito de lo que ahí no terminaba de ser revelado a la conciencia de ustedes, mis colegas, «alumnos de esta universidad»?
Hoy no puedo dejar de reconocer que lo que ahí se introducía como argumento, más allá de las causas particulares en las cuales no he querido reparar, no era en modo alguno distinto de lo que yo había observado a lo largo de mi experiencia profesional en otras instituciones destinadas a la atención de toxicómanos: la no permanencia y continuidad de los tratamientos (salvo la presencia de algún sistema regulado de control institucional).
Con lo que no podía acordar era con asignarlo a una modalidad propia, e inherente a la problemática de nuestros pacientes, sino más bien a un carácter patognomónico de la práctica en este campo.
¿Por qué había de repetirse este argumento en la mayoría de los programas encargados de dar una respuesta social al problema?
No lo sabemos aún pero sí he podido observar que cuando la institución está más empeñada en esta respuesta, en dar cumplimiento a ese deseo, a lo que de ella se espera, como una tentativa fallida de solución al problema del Otro objeto de esa demanda social, funciona al mejor estilo de su cliente el toxicómano.
Lo que resulta sorprendente es advertir que ahí lo obvio no puede ser escuchado y siempre hay una buena razón que así lo justifica. Por lo que la clínica de las toxicomanías se formula en mi propuesta como una clínica de lo «obvio», una clínica del dolor, del síntoma del otro, de la neurosis de nuestras instituciones y de la perversión del sistema, en la cual el sujeto se representa.
Si bien es cierto que en mi experiencia lo pude advertir muy tardíamente, no había sido sin una ruptura con el modo de comprender la clínica de entonces, y no fue tanto el resultado de una reflexión sobre mi práctica de todos esos años anteriores, como el atravesamiento de una experiencia lo suficientemente límite como para hacerlo posible.
Muchos se mostrarían escépticos y hasta juzgarían utópica la propuesta de transformar esas «reglas de juego», que impone la vigencia de un sistema institucional legitimado por un saber universitario.
Muchas veces me dicen: «Usted sostiene que la toxicomanía es un síntoma del otro por lo que de aquí se desprende que no hay clínica posible del toxicómano sino aquella que esté orientada en esa dirección; ha sostenido también que no hay en cuanto al modo de prever este «malestar en la cultura» sino una clínica que hace del objeto un aliado y que opera sobre ese sistema para transformarlo, para liberarlo de sus propias ataduras lo que usted ha calificado como la adicción del otro ese imposible de decir, de simbolizar por el sistema que el acto del toxicómano pone al descubierto.
«¿Pero no cree usted que es esta una empresa demasiado ambiciosa para concebirla en el marco de una propuesta clínica, esa que usted introduce anteponiendo la noción de escucha a soluciones que el mismo sistema nos aporta por la vía de otros discursos?».
He intentado hasta aquí dejar indicado que ese significante de la toxicomanía no irrumpe en nuestra experiencia sino para designar lo que denuncia la adicción de un sistema y lo revela de un modo ejemplar porque ahí donde algo carece de representación, de legitimidad, es donde se dimensiona todo el alcance de ese acto sobre el horizonte del otro.
La experiencia de los últimos años vinculada al campo de la clínica o lo que se ha dado en llamar la prevención, me ha conducido a afirmar el valor de esta tesis, y a ratificar la posición de que es tan sólo operando con esa «otra demanda «, que se garantiza una intervención transformadora de esa «realidad» que en todos los casos comprende una compleja gama de discursos que la justifican y sostienen.
El concepto de clínica o prevención en este campo de nuestra práctica, tan sólo me parece justificado en la medida que nos permita escuchar otra cosa que lo que nuestro toxicómano o su entorno nos formula en una primera aproximación.
Ese significante «toxicómano», no se sitúa en la vereda de enfrente ni a las espaldas de mi acto, sino que constituye un aliado de lo que he venido sosteniendo: operar sobre lo que nos interroga, lo que se anuda con lo más real, lo más cercano de nuestra experiencia, de la cual no podemos exceptuarnos en modo alguno. Si no nos ha resultado fácil asimilar el concepto de clínica y/o prevención y sostener su práctica, es porque lo que ahí se designa tiene que ver con lo real; esto es: con lo que nos revela el descubrimiento freudiano del inconsciente, que lo que ahí no es dicho, palabra o representación, es eso que perturba nuestros sentidos y sobre lo cual nada queremos saber.
La clínica o prevención de las toxicomanías en nuestra propuesta no está orientada hacia el objeto, no es esa su meta; sino que opera sobre la epidermis de un discurso, ese mismo que el acto del toxicómano denuncia dejando ahí su marca: en cuanto a ese sistema que lo constituye y aliena como objeto de la adicción del otro.
Es siempre el lugar del dolor, la angustia, la impotencia o la desesperanza, pero por sobre todas las cosas algo ignorado por el sujeto. Es por lo que este significante del «toxicómano» se nombra en mi propuesta como «objeto de goce del otro»; es ese lugar donde algo, nunca sabemos bien qué, halla ahí su cumplimiento. Es por lo que el toxicómano no se muestra sino como la metáfora viva que encarna en acto la relación entre el saber, el poder y el lugar de su legitimidad.
Es en ese punto donde somos permanentemente interrogados como destinatarios de esa demanda a propósito de nuestra práctica clínica.
Me queda una pregunta y hace al objeto de esta publicación: ¿qué consecuencias tiene esta visión del problema en la formación de profesionales y la investigación en este campo?
Creo que muchas; es poner la cuestión patas se trata de romper con el marco (que nos contiene) de «instituciones» que tan sólo han servido o sirven para sostener ciertos lugares comunes, cuando los resultados de nuestra práctica hablan hoy otro lenguaje.
No es fácil desandar los caminos que han dado forma a esas ataduras conceptuales hacia un estado de mayor libertad en el ejercicio de nuestra práctica.
Pero si esto fuera posible, sus resultados tendrían consecuencias epistemológicas y paradigmáticas no imaginables, si éstas pueden ser proyectadas para un análisis de rigor sobre este campo de la clínica.
En la medida que podamos concientizar esa ruptura que inevitablemente ya hemos empezado a transitar ésta no dejará de tener consecuencias epistemológicas sobre el modo de pensar nuestra práctica, dado que no será desde la tópica de algún saber constituido que podremos dar cuenta de ese «objeto», ese que como «representación» se sostiene a partir de las usinas del saber que los mismos discursos que lo explican determinan.
RESUMEN
La «continuidad y permanencia de los tratamientos» constituye una de las cuestiones de mayor interés para esta clínica.
Intento darle a esta cuestión tan reiterada, el estatuto de un hecho revelador a propósito de aquello que no puede terminar de ser escuchado: lo obvio.
La presencia de un «supuesto paciente» asintomático sostenido desde «otra demanda», nos confronta con lo que he designado como la «adicción del otro», esa posición que hace del toxicómano «un objeto de demanda».
Esto nos conduce hacia una clínica del otro que no deja de tener consecuencias epistemológicas sobre el tratamiento de esa «demanda» que pone al descubierto al toxicómano como «representación», esa que él mismo soporta con su acto.
Lo que aparece en nuestro caso interrogado es la legitimidad del discurso que nos representa, por la vía de lo que aquí se ha formulado : la falta de aquellos que declarados toxicómanos hemos necesitado hacer nuestros pacientes.